PRÓLOGO
(Escrito por D. Marcial Antonio López, traductor de la obra. Madrid 1820)
Desde el feliz momento en que nuestro amado Monarca se declaró constitucional, de nada se habla en España sino de Constitución. Las tropas, las altas clases, la parte ilustrada de la Nación, la que no es tanto, todos invocan este nombre; pero no todos en igual concepto: y los pueblos, a quienes no ha llegado todavía la época de poder conocer de lleno el beneficio que acaban de recibir por haber obtenido su restablecimiento, son acaso los que más distantes se encuentran de tener ideas exactas en este asunto.
Íntimamente persuadido de lo que acabo de decir, y de que uno de los mayores beneficios que podía hacerse a la Nación era generalizar semejantes conocimientos, me resolví a dar en nuestro idioma las obras de Política de Mr. Benjamin Constant, célebre en toda la Europa, no solo por su famoso periódico la Minerva de París, sino por obtener uno de los primeros lugares de la tribuna en Francia, por su adhesión al sistema constitucional, y por los esfuerzos que ha hecho y está haciendo para sostenerle.
Tenía a la vista su tratado de Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos, escritos en el año 1815; pero viendo en ellos ciertas doctrinas, que quizá podían no ser aplicables a nosotros, y echando de ver que en su Curso de política constitucional no solo las había rectificado, sino también dado cierta extensión y mucho más valor, por estar escritas con mucha más meditación; concebí el proyecto de formar un Curso completo, tomando de la primera obra lo que la segunda suponía dicho anteriormente por el mismo autor, y arreglando un sistema seguido y razonado. Hice más todavía: viendo esparcidas las doctrinas, y que sin mucha atención no podrían combinarse bien; me resolví también a hacer esta delicada operación, creyendo que en esto ningún mérito quitaba a ambas producciones, sino que por el contrario se les aumentaba en algún modo.
Con estas variaciones he coordinado una y otra obra de Benjamin Constant de este modo: Un discurso preliminar, cuyo objeto es el de dar una exacta idea de lo que es Constitución, de su objeto, de los principios que tiene para existir, y de lo que puede influir en su destrucción, precede a las materias que el autor ha explicado. En seguida se trata de la soberanía del pueblo; de los poderes constitucionales que de ella nacen; del real y sus prerrogativas; del ministerial, de sus atribuciones, responsabilidad y sus penas; del representativo, su formación, y calidades de los elegidos para tan augustas funciones; y últimamente, del poder judicial, su objeto, circunstancias de los que le desempeñan, de su responsabilidad y sus penas: tales son las cuestiones que comprehende el tomo 1°.
Los tomos 2° y 3º abrazan los tratados del poder municipal y cuanto a él toca; el de los derechos políticos, y lo que tiene relación con su ejercicio y privación; y el de los individuales; los cuales se consideran cada uno con separación, y singularmente el de la libertad de imprenta, al cual sigue otro de la suspensión y violación de las Constituciones. Por fin se habla de la organización de la fuerza armada en un Estado constitucional.
Además de esto, creímos muy oportuno comprehender en la obra dos excelentes discursos sobre las reacciones políticas, y la diferencia de la libertad de los antiguos y modernos, porque tienen una conexión íntima con los principios constitucionales: advirtiendo que nada se omitirá de las obras del autor que tenga relación con este asunto; pues los que las hayan leído advertirán que no se puede prescindir de esta elección, a causa de que muchas de las materias que comprehende son peculiares de Francia, y que por consiguiente a nosotros no nos interesan: con cuyo hecho se concilia el tener por muy poco precio, comparativamente, las obras de Benjamin Constant que pueden servirnos; pues que su Curso, y la otra de que hemos hablado, cuestan en Francia una suma tres veces mayor que el Curso que damos al Público.
Recomendar la utilidad de su lectura es inútil: baste decir, que ella comprehende las mejores doctrinas de los más grandes escritores, como Lok, Montesquieu, Filangieri, Benthan, y otros muchos; los cuales no pudieron hablar ni de los sucesos que Mr. Benjamin Constant comprehende, ni de ciertas verdades políticas, no conocidas en los tiempos que escribieron, porque fueron éstos mucho más antiguos, y por no haber presenciado el grande cambio que la mayor parte de los gobiernos de la Europa han tenido en esta última época.
Por fin, faltaría a mi carácter si no anunciase que, en lugar del tratado de las Cámaras, no admitidas por nuestra constitución, y que en mi concepto son diametralmente opuestas al sistema que hemos adoptado, he substituido un discurso sobre el Consejo de Estado, haciendo ver que este es el poder intermediario más análogo a este; y que también se ha suprimido con todo cuidado el capítulo que trata de la libertad religiosa; porque no creo conforme a los deberes de un ciudadano español el proponer ideas que nos podrían sacar del estado de tranquilidad en que nos encontramos observando la religión de nuestros padres; la cual, prescindiendo de sus sagrados caracteres, hizo, hace, y hará la felicidad de esta Nación heroica: además de que, estando mandado por el artículo 12 de la Constitución “que nuestra religión sea y haya de ser, perpetuamente la católica, apostólica, romana, con prohibición de ejercer otra cualquiera”, no hubiera podido menos de creerse un atentado aun el hecho material de exponer las razones que otros escritores hayan dicho en contrario.
¡Ojalá que mi idea surta los efectos que me he propuesto; y que así en las universidades, como en los colegios, lugares de instrucción, y todas partes donde ésta deba infundirse, y aun por los ministros de la religión, se haga conocer a todo ciudadano español cuánto vale lo que posee, y de cuán grande influjo ha de ser la ley fundamental, que hemos jurado, para su felicidad, y la de todos los hijos de España!
DISCURSO PRELIMINAR
Los hombres han tenido demasiados desengaños de parte de los que los han gobernado, para no pensar en hacer mejor su suerte. Sometidos en las primeras épocas de la sociedad al gobierno paternal, hijo, por decirlo así, de la necesidad y de la naturaleza; experimentaron de él todos los beneficios y consideraciones: y es bien cierto que jamás hubieran abrazado otro ninguno, si hubiese sido compatible con su multiplicación. Pero creciendo, conocieron que era insuficiente aquel régimen benéfico; y en este hecho dieron margen a que los más determinados y de mayores fuerzas y recursos pretendiesen mandar a todos los demás, tomando una dignidad, propia hasta entonces de las primeras cabezas de familia.
Al verificarse este cambio, los nuevos jefes de la sociedad y los miembros que la componían, ensancharon respectivamente, los unos su poder, y los otros sus pactos; y al paso que se sometieron los gobernados a sus caudillos, exigieron de éstos protección, justicia, paz interior, seguridad en sus personas y derechos, y el ser libertados de los ataques de otros pueblos. Yo no diré, que ni los pactos indicados hechos en el gobierno patriarcal, ni los celebrados después con los que sucedieron a aquél, fuesen tan marcados como después lo han sido: pero es cierto que los hubo siempre, o expresos o tácitos, y que jamás podrá traerse el ejemplo de una sociedad bien regida, en la que no haya habido convenciones recíprocas entre los súbditos y la primera persona del Estado.
Pero las leyes, preservadoras de la sociedad, no podían tener en su origen ni la extensión, ni la exactitud, ni las calidades de las del tiempo presente. Los multiplicados acontecimientos de la especie humana, que desde entonces acá han sobrevenido; los resultados de las pasiones que se han agitado de diverso modo en las diferentes épocas del mundo; los de la civilización y costumbres, que por desgracia no han sido siempre en beneficio de la humanidad; la ambición de muchos que han gobernado las naciones; el refinamiento de los medios que la política ha inventado para sostenerlos y darles más grande importancia; y en fin, las ideas y circunstancias particulares de los pueblos regidos, han producido por necesidad efectos diversos. Digámoslo de una vez: el choque de unos por oprimir la libertad, y el de los otros por defenderla, ha inspirado a aquellos el prurito de poner trabas, y a éstos el de evitar caer en ellas. Así hemos visto por espacio de muchos siglos pedirse recíprocamente garantías los gobernantes y los gobernados, y darlas y conservarlas respectivamente. Ejemplo de esto, más que en los Estados monárquicos, lo tenemos en las primeras repúblicas, de las que hemos recibido las sabias instituciones que se han trasmitido a nuestros tiempos: monumentos respetables de sabiduría, y salvaguardia de la dignidad del hombre; y en esta clase de gobiernos es acaso donde por la vez primera se ha oído el nombre de Constitución.
Al decir esto, no intentamos dar a entender, que en las monarquías haya dejado tampoco de procurarse este beneficio. Muchas de ellas la han tenido; y la nuestra puede gloriarse de la suya, y de que, aunque imperfecta, fue sin embargo preservadora de nuestra libertad por muchos siglos. Los ingleses, casi al mismo tiempo que la española principiaba a entrar en decadencia, comenzaron a echar los cimientos de la suya, arrancando los Barones el consentimiento de “Juan sin tierra” para sancionar de un modo solemne los sagrados derechos de la humanidad; los cuales han sido tan caros a esta nación particular, que no han dudado en tiempo ninguno derramar su sangre, si se ha tratado de atacarlos de algún modo. Así ha sido que, lejos de haberse debilitado su carta constitucional, ha por el contrario tenido considerables mejoras. La Francia hacia el fin del pasado siglo obtuvo en medio de los más grandes horrores una constitución; y aunque después de ésta se han hecho diversas, hoy goza sin embargo del beneficio de tener leyes fundamentales. Muchos otros Estados monárquicos de la Europa se han formado igualmente su constitución, y refieren como la época de más gloria la de su establecimiento: en fin, en el día casi no hay alguno que no la tenga, o que no la pida.
También nosotros, ejemplo a las naciones, cuando estábamos rompiendo las cadenas del tirano de Europa tratamos de restablecer nuestros derechos, y los quisimos consignar en ese hermoso Código, que jurado en Cádiz, al ruido del cañón, lo fue después en medio de los combates y a la vista de las bayonetas enemigas.
En él comprehendimos cuanto puede desearse para asegurar la felicidad del Pueblo español: y en él confiamos para poder restablecer y curar las heridas que ha recibido este cuerpo político en el espacio de seis años, durante los cuales ha estado a discreción de hombres pérfidos, llenos de ambición, hijos desnaturalizados, y parricidas crueles.
Pero hoy que hemos obtenido la restitución de nuestros derechos , hoy que principiamos a vivir en el nuevo régimen, felizmente restablecido, ……..
Texto de dominio público. Fuente: Biblioteca de la Universidad de Sevilla. Para acceder al texto completo pulse aquí
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