PREFACIO
Los que me han hecho el honor de leer mis escritos precedentes, no hallarán gran novedad en este libro, porque sus principios son los mismos en cuyo esclarecimiento he trabajado la mayor parte de mi vida; y casi todas sus miras prácticas han sido desenvueltas por otros antes que por mí. Sin embargo, hay novedad en desarrollar los unos y las otras en su encadenamiento, y lo que en su apoyo alego, ofrece, según creo, alguna originalidad. De cualquier modo, muchas de estas opiniones, si no son desconocidas, tienen por el momento tan pocas probabilidades de obtener el asentimiento general, como si lo fuesen.
Paréceme, no obstante, a juzgar por ciertos indicios, y, sobre todo, después de los recientes debates sobre la reforma del Parlamento, que los conservadores y los liberales (si me es lícito seguir designándolos con los nombres que ellos emplean todavía) han perdido su confianza en las doctrinas políticas que nominalmente profesan, mientras que ni unos ni otros dan un paso para encontrar algo superior; pero debe ser posible este progreso, y no por un mero compromiso que partiese la diferencia entre ambas doctrinas, sino por el reconocimiento de otra más vasta, más comprensiva que ellas, y a virtud de cuya superioridad pudiese ser adoptada por liberales y conservadores, sin eliminar nada de lo que, según ellos, tiene algún valor real en sus respectivas creencias. Cuando tantos hombres sienten vagamente la necesidad de semejante doctrina y tan pocos se lisonjean de haberla hallado, todos podemos, sin presunción, ofrecer lo que en nuestras propias ideas (y lo que conozcamos como bueno en las ideas de los demás) sea capaz de concurrir a su formación.
CAPITULO 1
Hasta qué punto son asunto de elección las formas de Gobierno.
Todas las especulaciones relativas a las formas de gobierno llevan el sello más o menos exclusivo de dos teorías opuestas en materia de instituciones políticas; o hablando con mayor propiedad, de dos modos diferentes de concebir lo que son las instituciones políticas.
Para algunos es el Gobierno arte estrictamente práctico del que nacen tan sólo cuestiones de fin y de medio. Las formas de gobierno, tal como las conciben, son meros expedientes para alcanzar uno de los fines que los hombres pueden proponerse: cuestión simplemente de invención y de combinación; creada por el hombre, se afirma que éste es libre de establecerlas o no establecerlas, y de decidir cómo y según qué modelo han de constituirse. El primer paso hacia una solución consiste en reconocer cuál es la misión impuesta a los gobiernos: el segundo investigar qué forma es la más propia para el cumplimiento de esta misión.
Ilustrados sobre ambos puntos, y reconocida la forma de gobierno que encierra mayor suma de bien, con la menor de mal, resta tan sólo obtener para la opinión que nos hemos formado, el asentimiento de nuestros compatriotas, o de aquellos a quienes se destinan las instituciones.
Encontrar la mejor forma de gobierno, persuadir a los demás de que es la mejor, y esto conseguido, excitarles a que la reclamen; he aquí el orden de las ideas en el ánimo de los que adoptan este punto de vista filosófico-político, quienes consideran una constitución (abstracción hecha de la importancia respectiva de las cosas) del mismo modo que un arado de vapor o una máquina para moler el trigo.
Pero esta doctrina es vivamente combatida: otros lógicos políticos están tan lejos de asimilar la forma de gobierno a una máquina, que la miran como una especie de producto espontáneo, y que, según ellos, la ciencia del gobierno es rama, por decirlo así, de la Historia Natural. No, dicen, las formas de gobierno no son asunto de elección. Debemos aceptarlas, en la mayor parte de los casos, como las encontramos. No pueden establecerse con un designio preconcebido; no se forjan, brotan. Nuestra misión respecto de ellas, como acerca de los demás hechos del universo, se reduce a conocer sus propiedades naturales y adaptarnos a ellas.
Considérense por esta escuela las instituciones políticas de un pueblo como una especie de producción orgánica de su naturaleza y de su vida: son el producto de sus costumbres, de su instinto, de sus necesidades y de sus deseos inconscientes y apenas el fruto de su intención deliberada. La voluntad del pueblo no ha tenido otra intervención en el caso que la de responder a necesidades transitorias por combinaciones igualmente transitorias. Es dado subsistir a estas combinaciones cuando se conforman lo bastante al carácter y sentimiento nacionales, y, por agregación sucesiva, constituyen un Gobierno adaptado al pueblo que lo posee; pero que en vano nos esforzaríamos por imponer a cualquier otro, cuya naturaleza y circunstancias no le hubieran espontáneamente producido.
Es difícil decidir cuál de estas doctrinas sería más absurda, si se pudiese suponer que una u otra era sostenida como teoría exclusiva. Mas los principios que los hombres profesan sobre toda cuestión discutida, son señal muy imperfecta de las opiniones que en realidad tienen. Nadie cree que todo pueblo sea capaz de manejar cualquier clase de instituciones. Llévese tan lejos como se quiera la analogía de las combinaciones, ningún hombre elije ni aun un simple útil de madera o hierro por el sólo motivo de que sea el mejor de los de su especie. Preguntase antes si se adapta a las condiciones que deben agregársele para que su empleo sea provechoso, y, particularmente, si los que han de servirse de él poseen el saber y la habilidad necesaria para obtener el partido deseado. De otra parte, los que hablan de las instituciones políticas como si fueran organismos vivientes, no sostienen en rigor el fatalismo político de que hacen alarde. No pretenden que la humanidad carezca en absoluto de toda libertad de elegir el Gobierno, bajo el cual deba vivir: que la consideración de las consecuencias que se derivan de las diferentes formas de gobierno no entre por nada en la determinación de la que deba ser preferida. Pero, aunque ambas escuelas en su mutua oposición exageren extraordinariamente sus teorías respectivas, y aunque nadie sostenga las suyas sin restricción, corresponden sin duda a una diferencia muy profunda entre dos modos de pensar. Si, pues evidentemente ninguna de ellas descansa en la verdad y es igualmente claro que ninguna es errónea por completo, debemos esforzarnos en profundizarlas hasta sus raíces y obtener en nuestro provecho la suma de verdad que cada una contenga.
Recordemos, en primer lugar, que las instituciones políticas (aunque esta proposición parezca a veces ignorarse) son obra de los hombres, que deben su origen y toda su existencia a la voluntad humana. Los hombres no las han encontrado formadas de improviso al despertarse una mañana. No se parecen tampoco a los árboles, que, una vez plantados, crecen siempre, mientras los hombres duermen. En cada período de su existencia, la acción voluntaria del hombre las hace lo que son. Así pues, como todas las cosas debidas al hombre pueden estar bien o mal hechas, puede haberse desplegado al crearlas juicio y habilidad, o todo lo contrario. Y además, si un pueblo ha omitido o una opresión exterior le ha impedido darse una por el procedimiento experimental, que consiste en aplicar correctivo a todos los males a medida que aparecen, o bien a medida que los que sufren sus consecuencias adquieren la fuerza de resistirlas, este retraso en el progreso político será sin duda una gran desventaja para el pueblo en cuestión; pero no probará que lo hallado como bueno para otro pueblo, no lo hubiera sido también para él, y no lo será todavía cuando le convenga adoptarlo.
Por otra parte, es igualmente necesario recordar que el mecanismo político no obra por sí mismo. Así como fue creado por hombres, por hombres debe ser manejado y aun por hombres ordinarios. Tiene necesidad, no de su simple aquiescencia, sino de su participación activa, y debe ajustarse a las capacidades y moralidad de los hombres tal como los encuentre, lo que implica tres condiciones: 1.a El pueblo, al cual se destina una forma de gobierno, debe consentir en aceptarla, o al menos, no debe rehusarla hasta el punto de oponer un obstáculo insuperable a su establecimiento: 2.ª Debe poseer la voluntad y la capacidad de hacer todo lo que sea necesario para mantener su existencia: 3.a Debe poseer la voluntad y la capacidad de hacer lo que dicha forma de gobierno exija de él y sin lo que no podría alcanzar su fin. Aquí la palabra hacer significa tanto abstención como acción. Ese pueblo debe ser capaz de llenar las condiciones de acción y las condiciones de coacción moral necesarias, sea para sostener la existencia del gobierno establecido, sea para suministrarle los medios de cumplir sus fines.
Cualquier forma de gobierno, por bellas esperanzas que de otra parte despertase, no convendría al caso en que faltara alguna de las condiciones expuestas.
El primer caso, la repugnancia de un pueblo hacia una forma particular de gobierno, no necesita casi de ilustración, porque nunca puede haber sido olvidado en teoría. Es un hecho que se encuentra diariamente. La fuerza tan sólo obligará a los indios de la América del Norte a sufrir las trabas de un gobierno regular y civilizado. Podría decirse lo mismo, aunque menos en absoluto, de los bárbaros que recorrieron el imperio romano. Fue preciso el trascurso de siglos enteros y el cambio completo de circunstancias para acostumbrarlos a la obediencia de sus propios jefes, en lo no tocante al servicio militar. Hay naciones que no se someterán voluntariamente sino al gobierno de ciertas familias que desde tiempo inmemorial han disfrutado el privilegio de darles jefes: algunas no se acostumbran a la monarquía a menos de ser conquistadas: otras sienten la misma aversión hacia la república: el obstáculo se eleva con frecuencia durante el tiempo presente hasta lo impracticable.
Pero también hay casos, en los cuales, aun no teniendo aversión por una forma de gobierno, deseándola tal vez, carecerá un pueblo de la voluntad o capacidad necesarias para llenar las condiciones que requiere. Puede ser incapaz de llenar aquellas mismas sin las cuales se haga imposible hasta la propia existencia nominal de ese gobierno. Así, un pueblo preferirá acaso un gobierno libre; pero si por indolencia o por ligereza o por falta de espíritu público o por abandono no es capaz de los esfuerzos necesarios para conservarlo; si se niega a batirse por él cuando está directamente atacado, si es susceptible de dejarse engañar por los artificios urdidos para despojarle, si en un instante de desaliento o de pánico transitorio, o en un acceso de entusiasmo, puede ser llevado a deponer sus libertades a los pies de un grande hombre, o a confiarle poderes que le pongan en aptitud de trastornar las instituciones; en todos estos casos, ese pueblo es más o menos inepto para la libertad, y aunque de haberla poseído, por escaso tiempo que sea, le haya resultado algún bien, tardará extraordinariamente en gozar de ella definitivamente.
Del mismo modo puede un pueblo no querer o no poder cumplir las obligaciones que le imponga una forma determinada de gobierno. Un pueblo grosero, aunque sensible hasta cierto punto a los beneficios de la sociedad civilizada, tal vez no se someta a los sacrificios que esta sociedad lleva consigo; pueden ser sus pasiones demasiado violentas o su orgullo personal muy tiránico para renunciar a las luchas privadas, remitiendo a las leyes la venganza de sus agravios, reales o supuestos. En tal caso, un gobierno civilizado, para ofrecer realmente alguna ventaja, deberá mostrarse despótico en grado considerable, no sufrir ninguna cortapisa de parte del pueblo e imponerle siempre gran suma de coacción legal.
Tal otro pueblo, diremos aun, no es susceptible sino de una libertad parcial o limitada porque no quiere concurrir activamente con la ley y las autoridades a la represión de los malhechores; un pueblo dispuesto más bien a ocultar a un criminal que a detenerlo: un pueblo, que como los indios, cometerá un perjuro para salvar al hombre que le ha robado, antes que tornarse la pena de deponer contra él y atraerse su venganza: un pueblo en donde (como sucede en algunas naciones de Europa y de la Europa moderna) se pasan a la otra acera al ver que un hombre asesina a otro en medio de la vía pública, porque este es asunto que incumbe a la policía, y porque es preferible no mezclarse en lo que no nos atañe personalmente: un pueblo, en fin, que se indigna con una ejecución y no se asombra de un asesinato, ese pueblo necesita autoridades represivas y vigorosamente armadas, porque en ello estriban las únicas garantías de las condiciones primeras y más indispensables de la vida civilizada. Ese deplorable estado de sentimientos en un pueblo que abandona en su marcha la vida salvaje es sin duda alguna la consecuencia ordinaria de un mal gobierno anterior, que enseñó a los hombres a considerar la ley como creada para otro objeto que su bien, y a sus intérpretes como enemigos peores que los que la violan abiertamente. Mas por poca responsabilidad que quepa a los que en dichas circunstancias piensan así y aunque, en último término, pueda ser desarraigada esa preocupación por un gobierno mejor, no obstante, mientras exista, el pueblo así dispuesto, no puede ser gobernado tan libremente como otro cuyas simpatías están del lado de la ley y que presta voluntariamente su asistencia a la ejecución de la misma.
Las instituciones representativas tienen también poco valor, y pueden ser simples instrumentos de tiranía o de intriga, cuando la masa de los electores no se interesa lo bastante en el gobierno para votar, o cuando la mayor parte de los electores, en vez de votar según los motivos del bien público, venden su sufragio o lo dan a instigación de alguna persona influyente, cuyas simpatías tratan de captarse por razones de conveniencia. La elección popular practicada en esta forma, en vez de garantía contra un mal gobierno, es solamente una rueda más en su mecanismo.
Además de los obstáculos morales las dificultades materiales son con frecuencia impedimento insuperable a las formas de gobierno. En el mundo antiguo, aunque haya podido haber, y hubiese de hecho, gran independencia individual, era imposible la existencia de un gobierno popular regular fuera de los muros de una población, de una ciudad, porque las condiciones físicas indispensables para formar y propagar una opinión no se encontraban sino entre aquellos que podían reunirse y discutir los asuntos públicos en la misma ágora. Créese generalmente que este obstáculo ha desaparecido desde la adopción del sistema representativo. Pero para obviarle por completo, ha sido necesaria la prensa, y la prensa diana, equivalente real, aunque incompleto bajo muchos conceptos, del Forum y del Pnyx. Ha habido estados en la sociedad en que la misma monarquía no podía subsistir sobre una gran extensión de territorio sin fraccionarse inevitablemente en pequeños principados, independientes unos de otros o unidos por lazos tan débiles como el feudalismo, y todo porque el mecanismo de la autoridad no era bastante perfecto para hacer obedecer las órdenes del gobierno a gran distancia de su asiento. El gobierno no tenía más garantía de respeto, hasta de parte de su ejército, que la fidelidad voluntaria, ignorándose el medio de sacar al pueblo impuestos bastantes al sostenimiento de la fuerza necesaria para mantener en la obediencia un vasto territorio. En estos casos, y en todos los parecidos, es necesario comprender bien que la fuerza del obstáculo puede ser mayor o menor: el obstáculo puede ser bastante grande para hacer muy defectuosas las operaciones de un gobierno sin comprometer su existencia, o no llegar a impedir que ese gobierno sea preferible en la práctica a cualquiera otro. Esta última cuestión descansa principalmente sobre un hecho al que no hemos llegado todavía: la tendencia de las diferentes formas de gobierno a favorecer el progreso.
Acabamos de examinar las tres condiciones fundamentales mediante las cuales las formas de gobierno se adaptan a un pueblo. Si los partidarios de lo que puede llamarse la teoría político-naturalista no quieren sino insistir sobre la necesidad de esas tres condiciones, si pretenden tan sólo que ningún gobierno pueda existir de un modo permanente, si no llena las dos primeras condiciones y gran parte de la tercera, su doctrina así limitada, es incontestable. Cualquier otra pretensión me parece inadmisible. Todo lo que se nos dice de la necesidad de instituciones de base histórica, conformes con el carácter y los usos nacionales, o significa esto o nada. En tales frases, hay, además de la suma del sentido racional que contienen, una mezcla considerable de puro sentimentalismo. Bajo el punto de vista práctico, esas pretendidas cualidades indispensables a las instituciones políticas son simplemente facilidades para llenar las tres condiciones expuestas. Cuando una institución o un conjunto de instituciones tienen su camino abierto por la opinión, los gustos y las costumbres de un pueblo, no sólo la aceptará éste de buena voluntad, sino que desde el principio aprenderá más fácilmente y se prestará de mejor grado a hacer lo que se le pida, tanto para la consolidación de las instituciones, como para su desenvolvimiento y fecundidad más ventajosa. Sería grave falta en un legislador el no tomar sus medidas para sacar todo el partido posible de las costumbres y sentimientos preexistentes.
Mas hay exageración evidente en trasformar en condiciones necesarias cosas que son simplemente un auxilio y una facilidad. Es indudable que todo pueblo se presta a ejecutar, y ejecuta mejor y con menos resistencia, aquello a que se halla acostumbrado; pero lo es asimismo que aprende no pocas cosas nuevas para él. Gran auxilio es hallarse familiarizado con las cosas pero la idea que nos impresiona profundamente llegará a sernos familiar, aunque al principio nos asombre. Hay numerosos ejemplos de pueblos enteros impulsados ardientemente hacia nuevos horizontes. La dosis de aptitud que posea un pueblo para acometer nuevas empresas y entrar en circunstancias distintas a las anteriores, es precisamente uno de los elementos de la cuestión. Trátase aquí de una cualidad que las naciones y la civilización en sus diferentes edades no tienen, por cierto, en el mismo grado.
No hay reglas absolutas para decidir sobre la aptitud de un pueblo dado para llenar las condiciones de determinada forma de gobierno. El grado de cultura del pueblo, la suma de juicio y de sagacidad difundida en él, deben servir de guía. Hay además otra consideración que es menester no olvidar: tal vez no esté un pueblo preparado para buenas instituciones, pero encendiendo en él el deseo de gozarlas se contará con una parte necesaria de la preparación. Recomendar y defender una institución o una forma de gobierno, mostrar claramente sus ventajas, es uno de los modos, frecuentemente el único, de educación posible para el espíritu nacional que aprende a la vez no solo a aceptar y a reivindicar sino a manejar la institución. ¿De qué medios disponían los patriotas italianos, durante la generación actual y la precedente, para preparar el pueblo italiano la libertad en la unidad, sino el de impulsarle a esta reivindicación? Sin embargo, los que acometan esta tarea deben hallarse profundamente penetrados, no sólo de las ventajas de la institución o de la política que recomiendan, sino también de las capacidades morales, intelectuales y activas necesarias para practicarla, a fin de no despertar, en tanto que sea posible, en ese pueblo, deseos superiores a sus aptitudes.
Resulta de lo que se acaba de decir que en los límites prescritos por las tres condiciones repetidamente expuestas, las instituciones y las formas de gobierno son asunto de elección. Investigar en tesis general (como se dice) cuál es la mejor forma de gobierno, no es una quimera, sino un empleo altamente práctico de la inteligencia científica: e introducir en un país las mejores instituciones que sea posible, uno de los fines más racionales de que es susceptible el esfuerzo práctico.
Todo lo que se diga para despreciar la eficacia de la voluntad y de las miras humanas en materia de gobierno es igualmente aplicable a todo aquello en que se ejerzan esa voluntad y esas miras; el poder humano está estrechamente limitado en todo. No puede obrar sino valiéndose de una o varias fuerzas de la naturaleza. Deben existir, pues, fuerzas aplicables en el sentido deseado, fuerzas que no se moverán sino a virtud de sus propias leyes. No podemos hacer que el rio se remonte a su origen: pero no decimos por ello que los molinos no se construyen, que brotan. En política, como en mecánica, precisa buscar en lo exterior al mecanismo la fuerza que ha de impulsar la máquina, y si no se encuentra, o es insuficiente para superar los obstáculos que deben racionalmente esperarse, fracasará la combinación. No es esta una particularidad del arte político, y demuestra únicamente que dicho arte se halla sometido a idénticas condiciones que los demás.
Encontramos aquí una nueva objeción bajo la siguiente forma: «las fuerzas de que dependen los fenómenos políticos más importantes no están sometidas a la dirección de los hombres de Estado o de la filosofía. En último término, el poder del país se fija y determina de antemano por su estado en cuanto a la distribución de los elementos del poder social; el poder más fuerte en la sociedad obtendrá al cabo la autoridad gubernativa, y los cambios en la constitución política no serán duraderos si no van precedido o acompañados de una nueva distribución del poder en la misma sociedad. Pueden elegirse los simples detalles, la administración práctica, pero la esencia del todo, la base del poder supremo son hechos determinados por las circunstancias sociales.»
Reconozco desde luego que hay no poco de verdad en esta doctrina, más para que reporte alguna utilidad, es necesario expresarla de distinto modo y encerrarla en límites convenientes. Cuando se dice que el poder más fuerte en la sociedad será al fin el más fuerte en el gobierno, ¿qué significa la palabra poder? Supongo que no se aludirá a la fuerza de los músculos y los nervios, porque en tal caso la democracia pura sería el único gobierno posible.
Agregad a la fuerza muscular otros dos elementos, la riqueza y la inteligencia, y estaremos más cerca de la verdad, aunque lejos todavía de haberla alcanzado. No tan sólo puede ocurrir que la mayoría esté dominada por la minoría, sino que siendo la primera superior por la riqueza y la inteligencia individual obedezca merced a la fuerza o por otra causa a la segunda. Para que esos diversos elementos de poder gocen de influencia política es preciso que estén organizados; y la ventaja en punto y organización pertenece a los que se hallan en posesión del gobierno. Un partido mucho más débil que otros puede sobreponérseles si las fuerzas del gobierno pesan de su lado en la balanza; y por esto solo conservar por largo tiempo su predominio: aunque a decir verdad, el poder entonces está en la condición que en mecánica se llama equilibrio inestable; como una cosa que se inclina hacia su extremidad más próxima, y que una vez perdida la posición primitiva tiende a alejarse más de ella cada momento en vez de recobrarla.
Pero esa teoría de gobierno en los términos en que se la presenta de ordinario, tropieza aún con objeciones más importantes. Todo poder que tiende a convertirse en político, no es un poder en estado de reposo, un poder puramente pasivo, sino un poder esencialmente activo: en otros términos, un poder que se ejerce realmente es ya por esto solo una pequeña parte de todo el poder que existe. En efecto, políticamente hablando, gran parte de todo poder consiste en la voluntad. ¿Cómo, pues, ha de ser posible computar los elementos del poder político si omitimos en nuestro cálculo cualquiera que obre sobre la voluntad? No debe creerse que no sea útil procurar influir en la constitución del gobierno obrando sobre la opinión, porque hayan de poseer el poder político los que tengan el social: pues se olvidaría que la opinión es en sí misma una de las fuerzas sociales activas más considerables. Una persona con una creencia representa una fuerza social equivalente a la de noventa y nueve personas que solo se mueven por intereses. Los que han logrado persuadir al público de que merece ser preferida cierta forma de gobierno, han hecho lo más importante para ganarla los poderes de la sociedad. El día en que el primer mártir fue lapidado en Jerusalén, mientras que el que había de llamarse con el tiempo el Apóstol de los gentiles asistía al suplicio, consintiendo en su muerte, ¿quién hubiera supuesto que el partido de aquel hombre era entonces y allí el poder más considerable en la sociedad? Sin embargo, así se probó más tarde. Y todo, porque sus creencias eran las más poderosas de cuantas entonces existían. El mismo elemento hizo de un monje de Witemberg en la dieta de Worms, una fuerza social tan importante como el emperador Carlos V y todos los príncipes congregados en aquel sitio. Pero se dirá tal vez que estos son casos en que se hallaba en juego la religión, y que las convicciones religiosas tienen algo de peculiar en su fuerza. Busquemos, pues, un ejemplo puramente político, en el cual la religión, aun suponiéndola escasamente interesada, estaba sobre todo con la parte contraria.
Si alguien quiere convencerse de que el pensamiento especulativo es uno de los principales elementos del poder social, remóntese al siglo precedente, cuando no había un trono en Europa donde no se sentase un rey liberal y reformador, un emperador liberal y reformador, y lo que es más raro, un papa liberal y reformador: remóntese al siglo de Federico el Grande, de Catalina II, de José II, de Pedro Leopoldo, de Benito XIV, de Ganganelli, de Pombal, de Aranda; época en que los mismos Borbones de Nápoles eran liberales y reformadores y en que todos los espíritus activos entre la nobleza francesa se nutrían de las ideas que tan caras habían de costarles. Fie aquí lo que demuestra de un modo concluyente que el poder puramente físico y económico está lejos de ser todo el poder social. No por un cambio en el reparto de los intereses materiales, sino por la propagación de las creencias morales, concluyó en el imperio británico y en otras partes la esclavitud de los negros. Los siervos de Rusia no deberán su emancipación sino a un sentimiento de deber, o al nacimiento, al menos, de una opinión más ilustrada sobre los intereses del Estado. Los hombres obran según piensan: y aunque las opiniones de la generalidad están determinadas por su posición personal, más bien que por la razón, no obstante es mucho el poder ejercido sobre todos por las convicciones de la clase superior y aún más por la autoridad unánime de las gentes instruidas. Así, cuando la mayor parte de éstas creen un cambio social o una institución política ventajosa, y otra perjudicial, cuando proclamen la primera y rechazan la segunda, hay mucho adelantado para dar a aquella y retirar a ésta esa preponderancia de fuerza social, que las hace vivir. La máxima de que el gobierno de un pueblo es lo que le obligan a ser las fuerzas sociales existentes en el mismo, es verdadera en el sentido tan solo de que favorezca en vez de desalentar las tentativas para elegir racionalmente entre las formas de gobierno practicables en el estado actual de la sociedad.
Texto de dominio público. Fuente: Biblioteca de la Universidad de Sevilla. Para acceder al texto completo pulse aquí
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