CAPÍTULO I
1. Quedó demostrado en la disertación precedente:
Primero. Que Adán no tuvo, ni por natural derecho de paternidad ni por donación positiva de Dios, ninguna autoridad sobre sus hijos o dominio sobre el mundo, cual se pretendiera.
Segundo. Que si la hubiera tenido, a sus hijos, con todo, no pasara tal derecho.
Tercero. Que si sus herederos lo hubieren cobrado, luego, por inexistencia de la ley natural o ley divina positiva que determinare el correcto heredero en cuantos casos llegaren a suscitarse, no hubiera podido ser con certidumbre determinado el derecho de sucesión y autoridad.
Cuarto. Que aun si esa determinación hubiere existido, tan de antiguo y por completo se perdió el conocimiento de cuál fuere la más añeja rama de la posteridad de Adán, que entre las razas de la humanidad y familias de la tierra, ya ninguna guarda, sobrepujando a otra, la menor pretensión de constituir la casa más antigua y acreditar tal derecho de herencia.
Claramente probadas, a mi entender, todas esas premisas, es imposible que los actuales gobernantes de la tierra puedan conseguir algún beneficio o derivar la menor sombra de autoridad de lo conceptuado por venero de todo poder, ” la jurisdicción paternal y dominio particular de Adán”; y así, quien no se proponga dar justa ocasión a que se piense que todo gobierno en el mundo es producto exclusivo de la fuerza y violencia, y que, los hombres no viven juntos según más norma que las de los brutos, entre los cuales el mas poderoso arrebata el dominio, sentando así la base de perpetuo desorden y agravio, tumulto, sedición y revuelta (lances que los seguidores de aquella hipótesis con tal ímpetu vituperan), deberá necesariamente hallar otro origen del gobierno, otro prototipo del poder político, y otro estilo de designar y conocer a las personas que lo poseen, distinto del que Sir Robert Filmer nos enseñara.
2. A este fin, pienso que no estará fuera de lugar que asiente aquí lo que por poder político entiendo, para que el poder del magistrado sobre un súbdito pueda ser distinguido del de un padre sobre sus hijos, un amo sobre su sirviente, un marido sobre su mujer, y un señor sobre su esclavo. Y por cuanto se dan a veces conjuntamente esos distintos poderes en el mismo hombre, si a éste consideramos en tales relaciones diferentes; ello nos ayudará a distinguir, uno de otro, esos poderes, y mostrar la diferencia entre el gobernante de una nación, el padre de familia y el capitán de una galera de forzados.
3. Entiendo, pues, que el poder político consiste en el derecho de hacer leyes, con penas de muerte, y por ende todas las penas menores, para la regulación y preservación de la propiedad; y de emplear la fuerza del común en la ejecución de tales leyes, y en la defensa de la nación contra el agravio extranjero: y todo ello sólo por el bien público.
CAPÍTULO II. DEL ESTADO DE NATURALEZA
4. Para entender rectamente el poder político, y derivarlo de su origen, debemos considerar en qué estado se hallan naturalmente los hombres todos, que no es otro que el de perfecta libertad para ordenar sus acciones, y disponer de sus personas y bienes como lo tuvieren a bien, dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso o depender de la voluntad de otro hombre alguno.
Estado también de igualdad, en que todo poder y jurisdicción es recíproco, sin que al uno competa más que al otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de que criaturas de la misma especie y rango, revueltamente nacida a todas e idénticas ventajas de la Naturaleza, y al liso de las mismas facultades, deberían asimismo ser iguales cada una entre todas las demás, sin subordinación o sujeción, a menos que el señor y dueño de ellos todos estableciere, por cualquier manifiesta declaración de su voluntad, al uno sobre el otro, y le confiriere, por nombramiento claro y evidente, derecho indudable al dominio y soberanía.
5. Esta igualdad de los hombres según la naturaleza, por tan evidente en sí misma y filera de duda la considera el avisado Hooker, que es para él fundamento de esa obligación al amor mutuo entre los hombres en que sustenta los deberes recíprocos y de donde deduce las grandes máximas de la justicia y caridad. Estas son sus palabras:
“La propia inducción natural llevó a los hombres a conocer que no es menor obligación suya amar a los otros que a sí mismos, pues si se para mientes en cosas de suyo iguales, una sola medida deberán tener; si no puedo menos de desear que tanto bien me viniere de cada hombre como acertare a desear cada cual en su alma, ¿podría yo esperar que alguna parte de tal deseo se satisficiera, de no hallarme pronto a satisfacer ese mismo sentimiento, que indudablemente se halla en otros flacos hombres, por ser todos de una e idéntica naturaleza? Si algo les procuro que a su deseo repugne, ello debe, en todo respecto, agraviarles tanto como a mí; de suerte que si yo dañare, deberé esperar el sufrimiento, por no haber razón de que me pagaren otros con mayor medida de amor que la que yo les mostrare; mi deseo, pues, de que me amen todos mis iguales en naturaleza, en toda la copia posible, me impone el deber natural de mantener plenamente hacia ellos el mismo afecto. De cuya relación de igualdad entre nosotros y los que como nosotros fueren, y de las diversas reglas y cánones que la razón natural extrajo de ella, no hay desconocedor.”
6. Pero aunque este sea estado de libertad, no lo es de licencia. Por bien que el hombre goce en él de libertad irrefrenable para disponer de su persona o sus posesiones, no es libre de destruirse a sí mismo, ni siquiera a criatura alguna en su poder, a menos que lo reclamare algún uso más noble que el de la mera preservación. Tiene el estado de naturaleza ley natural que lo gobierne y a cada cual obligue; y la razón, que es dicha ley, enseña a toda la humanidad, con sólo que ésta quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie, deberá dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque, hechura todos los hombres de un Creador todopoderoso e infinitamente sabio, servidores todos de un Dueño soberano, enviados al mundo por orden del El y a su negocio, propiedad son de Él, y como hechuras suyas deberán durar mientras El, y no otro, gustare de ello. Y pues todos nos descubrimos dotados de iguales facultades, participantes de la comunidad de la naturaleza, no cabe suponer entre nosotros una subordinación tal que nos autorice a destruirnos unos a otros, como si estuviéramos hechos los de acá para los usos de estos otros, o como para el nuestro han sido hechas las categorías inferiores de las criaturas. Cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no abandonar su puesto por propio albedrío, así pues, por la misma razón, cuando su preservación no está en juego, deberá por todos los medios preservar el resto de la humanidad, y jamás, salvo para ajusticiar a un criminal, arrebatar o menoscabar la vida ajena, o lo tendente a la preservación de ella, libertad, salud, integridad y bienes.
7. Y para que, frenados todos los hombres, se guarden de invadir los derechos ajenos y de hacerse daño unos a otros, y sea observada la ley de naturaleza, que quiere la paz y preservación de la humanidad toda, la ejecución de la ley de naturaleza se halla confiada, en tal estado, a las manos de cada cual, por lo que a cada uno alcanza el derecho de castigar a los transgresores de dicha ley hasta el grado necesario para impedir su violación. Porque sería la ley natural, como todas las demás leyes que conciernen a los hombres en este mundo, cosa vana, si nadie en el estado de naturaleza tuviese el poder de ejecutar dicha ley, y por tanto de preservar al inocente y frenar a los transgresores; mas si alguien pudiere en el estado de naturaleza castigar a otro por algún daño cometido, todos los demás podrán hacer lo mismo. Porque en dicho estado de perfecta igualdad, sin espontánea producción de superioridad o jurisdicción de unos sobre otros, lo que cualquiera pueda hacer en seguimiento de tal ley, derecho es que a todos precisa.
8. Y así, en el estado de naturaleza, un hombre consigue poder sobre otro, mas no poder arbitrario o absoluto para tratar al criminal, cuando en su mano le tuviere, según la apasionada vehemencia o ilimitada extravagancia de su albedrío, sino que le sancionará en la medida que la tranquila razón y conciencia determinen lo proporcionado a su transgresión, que es lo necesario para el fin reparador y el restrictivo. Porque tales son las dos únicas razones por las cuales podrá un hombre legalmente causar daño a otro, que es lo que llamamos castigo. Al transgredir la ley de la naturaleza, el delincuente pregona vivir según una norma distinta de aquella razón y equidad común, que es la medida que Dios puso en las acciones de los hombres para su mutua seguridad, y así se convierte en peligroso para la estirpe humana; desdeña y quiebra el vínculo que a todos asegura contra la violencia y el daño, y ello, como transgresión contra toda la especie y contra la paz y seguridad de ella, procurada por la ley de naturaleza, autoriza a cada uno a que por dicho motivo, según el derecho que le asiste de preservar a la humanidad en general, pueda sofrenar, o, donde sea necesario, destruir cuantas cosas les fueren nocivas, y así causar tal daño a cualquiera que haya transgredido dicha ley, que le obligue a arrepentirse de su malhecho, y alcance por tanto a disuadirle a él y mediante su ejemplo, a los otros, de causar malhechos tales. Y, en este caso, y en tal terreno, todo hombre tiene derecho a castigar al delincuente y a ser ejecutor de la ley de naturaleza.
9. No dudo que ésta ha de parecer muy extraña doctrina a algunos hombres; pero deseo que los tales, antes de que la condenaren, me resuelvan por qué derecho puede algún príncipe o estado condenar a muerte o castigar a un extranjero por cualquier crimen que cometa en el país de aquéllos. Es evidente que sus leyes no han de alcanzar al extranjero en virtud de sanción alguna conseguida por la voluntad promulgada de la legislatura. Ni a él se dirigen, ni, si lo hicieren, está él obligado a prestarles atención. La autoridad legislativa por la que alcanzan poder de obligar a los propios súbditos no tiene para aquél ese poder. Los investidos del supremo poder de hacer las leyes en Inglaterra, Francia u Holanda no son, para un indio, sino gentes comunes de la tierra, hombres sin autoridad. Así pues, si por ley de naturaleza no tuviera cada cual el poder de castigar los delitos contra ella cometidos, según juiciosamente entienda que el caso requiere, no veo cómo los magistrados de cualquier comunidad podrían castigar a un nativo de otro país, puesto que, con relación a él, no sabrán alegar más poder que el que cada hombre poseyere naturalmente sobre otro.
10. Además del crimen que consiste en violar las leyes y desviarse de la recta norma de la razón, por lo cual el hombre en la medida de su fechoría se convierte en degenerado, y manifiesta abandonar los principios de la naturaleza humana y ser nociva criatura, se causó, comúnmente, daño; y una u otra persona, algún otro hombre, es perjudicado por aquella transgresión; caso en el cual, quien tal perjuicio hubiere sufrido, tiene (además del derecho de castigo que comparte con los demás hombres), el particular derecho de obtener reparación del dañador. Y cualquier otra persona que lo juzgare justo podrá también unirse al damnificado, y ayudarle para recobrar del delincuente tanto cuanto fuere necesario para la reparación del daño producido.
11. Por la distinción entre esos dos derechos (el de castigar el delito, para la restricción y prevención de dicha culpa, el cual a todos asiste; y de cobrar reparación, que sólo pertenece a la parte damnificada) ocurre que el magistrado – quien por ser tal asume el común derecho de castigo, puesto en sus manos-, pueda a menudo, cuando no demandare el bien público la ejecución de la ley, perdonar el castigo de ofensas delictivas por su propia autoridad, pero de ningún modo perdonará la reparación debida a particular alguno por el daño que hubiere sufrido. Porque quien el daño sufriera tendrá derecho a demandar en su propio nombre, y él solo puede perdonar. La persona damnificada tiene el poder de apropiarse los bienes o servicio del delincuente por derecho de propia conservación, como todo hombre tiene el de castigar el crimen en evitación de que sea cometido de nuevo, por el derecho que tiene de preservar a toda la humanidad, y hacer cuanto razonablemente pudiere en orden a tal fin. Ello causa que cada hombre en estado de naturaleza tenga derecho a matar a un asesino, tanto para disuadir a los demás de cometer igual delito (que ninguna reparación sabría compensar) mediante el ejemplo del castigo que por parte de todos les esperara, como también para resguardar a los hombres contra los intentos del criminal quien, al haber renunciado a la razón, regla y medida común por Dios dada a la humanidad, declaró, por la injusta violencia y matanza de que a uno hizo objeto, guerra a la humanidad toda, lo que le merece ser destruido como león o tigre, como una de esas fieras salvajes con quienes no van a tener los hombres sociedad ni seguridad. Y en ello se funda esta gran ley de naturaleza: “De quien sangre de hombre vertiere, vertida por hombre la sangre será.” Y Caín estaba tan plenamente convencido de que todos y cada uno tenían el derecho de destruir a tal criminal que, después de asesinar a su hermano, exclamó: “Cualquiera que me hallare me matará”; tan claramente estaba ese principio escrito en los corazones de toda la estirpe humana.
12. Por igual razón puede el hombre en estado de naturaleza castigar las infracciones menores de esta ley; y acaso se me pregunte ¿con la muerte? Responderé: Cada transgresión puede ser castigada hasta el grado, y con tanta severidad, como bastare para hacer de ella un mal negocio para el ofensor, causar su arrepentimiento y, por el espanto, apartar a los demás de tal acción. Cada ofensa que se llegare a cometer en el estado de naturaleza puede en él ser castigada al igual, y con el mismo alcance, que en una nación. Pues aun cayendo filera de mi actual objeto entrar aquí en los detalles de la ley de naturaleza, o sus medidas de castigo, es cosa cierta que tal ley existe, y que se muestra tan inteligible y clara a la criatura racional y de tal ley estudiosa, como las leyes positivas de las naciones; es más, posiblemente las venza en claridad; por cuanto es más fácil entender la razón que los caprichos e intrincados artificios de los hombres, de acuerdo con ocultos y contrarios intereses puestos en palabras; como ciertamente son gran copia de leyes positivas en las naciones, sólo justas en cuanto estén fundadas en la ley de naturaleza, por la que deberán ser reguladas e interpretadas.
13. A esa extraña doctrina -esto es: Que en el estado de naturaleza el poder ejecutivo de la ley natural a todos asista- no dudo que se objete que hubiere sinrazón en que los hombres fueran jueces en sus propios casos, pues el amor propio les hace parciales en lo suyo y de sus amigos, y, por otra parte, la inclinación aviesa, ira y venganza les llevaría al exceso en el castigo ajeno, de lo que sólo confusión y desorden podría seguirse; por lo cual Dios ciertamente habría designado a quien gobernara, para restringir la parcialidad y vehemencia de los hombres, sin dificultad concedo que la gobernación es apto remedio para los inconvenientes del estado de naturaleza, que ciertamente serán grandes cuando los hombres juzgaren en sus propios casos, ya que es fácil imaginar que el que fue injusto hasta el punto de agraviar a su hermano, dudoso es que luego se trueque en tan justo que así mismo se condene. Pero deseo que los que tal objeción formulan recuerden que los monarcas absolutos no son sino hombres; y si el gobierno debe ser el remedio de males que necesariamente se siguen de que los hombres sean jueces en sus propios casos, y el estado de naturaleza no puede ser, pues tolerado, quisiera saber qué clase de gobierno será, y hasta qué punto haya de mejorar el estado de naturaleza, aquél en que un hombre; disponiendo de una muchedumbre, tenga la libertad de ser juez en su propio caso, y pueda obligar a todos sus súbditos a hacer cuanto le pluguiere, sin la menor pregunta o intervención por parte de quienes obran al albedrío de él; y si en cuanto hiciere, ya le guiaren razón, error o pasión, tendrá derecho a la docilidad de todos, siendo así que en el estado de naturaleza los hombres no están de tal suerte sometidos uno a otro, supuesto que en dicho estado si quien juzga lo hiciere malamente, en su propio caso o en otro cualquiera, será por ello responsable ante el resto de la humanidad.
14. Levántase a menudo una fuerte objeción, la de si existen, o existieron jamás, tales hombres en tal estado de naturaleza. A lo cual puede bastar, por ahora, como respuesta que dado que todos los príncipes y gobernantes de los gobiernos “independientes” en todo el mundo se hallan en estado de naturaleza, es evidente que el mundo jamás estuvo, como jamás se hallará, sin cantidades de hombres en tal estado. He hablado de los gobernantes de comunidades “independientes”, ora estén, ora no, en entendimiento con otras; porque no cualquier pacto da fin al estado de naturaleza entre los hombres, sino sólo el del mutuo convenio para entrar en una comunidad y formar un cuerpo político; otras promesas y pactos pueden establecer unos hombres con otros, sin por ello desamparar su estado de naturaleza. Las promesas y tratos para llevar a cabo un trueque, etc., entre dos hombres en Turquía, o entre un suizo y un indio en los bosques de América, les obliga recíprocamente, aunque se hallen en perfecto estado de naturaleza, pues la verdad y el mantenimiento de las promesas incumbe a los hombres como hombres, y no como miembros de la sociedad.
15. A los que dicen que jamás hubo hombres en estado de naturaleza, empezaré oponiendo la autoridad del avisado Hooker, en su dicho de que, “Las Leyes hasta aquí mencionadas” -esto es, las leyes de naturaleza- “obligan a los hombres absolutamente, en cuanto a hombres, aunque jamás hubieren establecido asociación ni otro solemne acuerdo entre ellos sobre lo que debieren hacer o evitar; pero por cuanto no nos bastamos, por nosotros mismos, a suministrarnos la oportuna copia de lo necesario para una vida tal cual nuestra naturaleza la desea, esto es, adecuada a la dignidad del hombre, por ello, para obviar a esos defectos e imperfecciones en que incurrimos al vivir solos y exclusivamente para nosotros mismos, nos sentimos naturalmente inducidos a buscar la comunión y asociación con otros; tal fue la causa de que los hombres en lo antiguo se unieran en sociedades políticas”. Pero yo, por añadidura, afirmo que todos los hombres se hallan naturalmente en aquel estado y en él permanecen hasta que, por su propio consentimiento, se hacen miembros de alguna sociedad política; y no dudo que en la secuela de esta disertación habré de dejarlo muy patente.
CAPÍTULO III. DEL ESTADO DE GUERRA
16. El estado de guerra lo es de enemistad y destrucción; y por ello la declaración por palabra o acto de un designio no airado y precipitado, sino asentado y decidido, contra la vida de otro hombre, le pone en estado de guerra con aquel a quien tal intención declara, y así expone su vida al poder de tal, pudiéndosela quitar éste, o cualquiera que a él se uniere para su defensa o hiciere suya la pendencia de él; y es por cierto razonable y justo que tenga yo el derecho de destruir a quien con destrucción me amenaza; porque por la fundamental ley de naturaleza, deberá ser el hombre lo más posible preservado, y cuando no pudieren serlo todos, la seguridad del inocente deberá ser preferida, y uno podrá destruir al hombre que le hace guerra, o ha demostrado aversión a su vida; por el mismo motivo que pudiera matar un lobo o león, que es porque no se hallan sujetos a la común ley racional, ni tienen más norma que la de la fuerza y violencia. Por lo cual le corresponde trato de animal de presa; de esas nocivas y peligrosas criaturas que seguramente le destruirían en cuanto cayera en su poder.
17. Y, por de contado, quien intentare poner a otro hombre bajo su poder absoluto, por ello entra en estado de guerra con él, lo cual debe entenderse como declaración de designio contra su vida. Porque la razón me vale cuando concluyo que quien pudiere someterme a su poder sin mi consentimiento, me trataría a su antojo cuando en tal estado me tuviere, y me destruiría además si de ello le viniera el capricho; porque ninguno puede desear cobrarme bajo su poder absoluto como no sea para obligarme por la fuerza a lo contrario al derecho de mi libertad, esto es, hace de mí un esclavo. En verme libre de tal fuerza reside la única seguridad de mi preservación, y la razón me obliga a considerarle a él como enemigo de mi valeduría y posible rapiñador de mi libertad, que es el vallado que me guarda; de suerte que quien intenta esclavizarme, por ello se pone en estado de guerra conmigo. Al que en estado de naturaleza arrebatare la libertad que a cualquiera en tal estado pertenece, debería imputársele necesariamente el propósito de arrebatar todas las demás cosas, pues la libertad es fundamento de todo el resto; y de igual suerte a quien en estado de sociedad arrebatare la libertad perteneciente a los miembros de tal sociedad o república debería suponerse resuelto a quitarles todo lo demás y, en consecuencia, considerarle en estado de guerra.
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