La democracia en América – por Alexis de Tocqueville

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Alexis de Tocqueville (Verneuil-sur-Seine, Isla de Francia, 29 de julio de 1805-Cannes, 16 de abril de 1859) por Théodore Chassériau (1850). Palacio de Versalles.

INTRODUCCIÓN

Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad. Da al espíritu público cierta dirección, determinado giro a las leyes; a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres particulares a los gobernados.

Pronto reconocí que ese mismo hecho lleva su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y de las leyes, y que no predomina menos sobre la sociedad civil que sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no es productivo.

Así, pues, a medida que estudiaba la sociedad norteamericana, veía cada vez más, en la igualdad de condiciones, el hecho generador del que cada hecho particular parecía derivarse, y lo volvía a hallar constantemente ante mí como un punto de atracción hacia donde todas mis observaciones convergían.

Entonces, transporté mi pensamiento hacia nuestro hemisferio, y me pareció percibir algo análogo al espectáculo que me ofrecía el Nuevo Mundo. Vi la igualdad de condiciones que, sin haber alcanzado como en los Estados Unidos sus límites extremos, se acercaba a ellos cada día más deprisa; y la misma democracia, que gobernaba las sociedades norteamericanas, me pareció avanzar rápidamente hacia el poder en Europa.

Desde ese momento concebí la idea de este libro.

Una gran revolución democrática se palpa entre nosotros. Todos la ven; pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva y, tomándola por un accidente, creen poder detenerla todavía; mientras otros la juzgan indestructible, porque les parece el hecho más continuo, el más antiguo y el más permanente que se conoce en la historia.

Me remonto por un momento a lo que era Francia hace setecientos años. La veo repartida entre un pequeño número de familias que poseen la tierra y gobiernan a los habitantes. El derecho de mandar pasa de generación en generación con la herencia. Los hombres no tienen más que un solo medio de dominar unos a los otros: la fuerza. No se reconoce otro origen del poder que la propiedad inmobiliaria. Pero he aquí el poder político del clero que acaba de fundarse y que muy pronto va a extenderse. El clero abre sus filas a todos, al pobre y al rico, al labriego y al señor; la igualdad comienza a penetrar por la Iglesia en el seno del gobierno, y aquel que hubiera vegetado como un siervo en eterna esclavitud, se acomoda como sacerdote entre los nobles, y a menudo se sitúa por encima, de los reyes.

Al volverse con el tiempo más civilizada y más estable la sociedad, las diferentes relaciones entre los hombres se hacen más complicadas y numerosas. La necesidad de las leyes civiles se hace sentir vivamente. Entonces nacen los legislas. Salen del oscuro recinto de los tribunales y del reducto polvoriento de los archivos, y van a sentarse a la corte del príncipe, al lado de los barones feudales cubiertos de armiño y de hierro.

Los reyes se arruinan en las grandes empresas. Los nobles se agotan en las guerras privadas. Los labriegos se enriquecen con el comercio. La influencia del dinero comienza a sentirse en los asuntos del Estado. El negocio es una fuente nueva que se abre a los poderosos, y los financieros se convierten en un poder político que se desprecia y adula al propio tiempo.

Poco a poco, las luces se difunden. Se despierta la afición a la literatura y a las artes. Las cosas del espíritu llegan a ser elementos de éxito. La ciencia es un método de gobierno. La inteligencia una fuerza social y los letrados tienen acceso a los negocios.

Sin embargo, a medida que se descubren nuevos caminos para llegar al poder, oscila el valor del nacimiento. En el siglo XI, la nobleza era de un valor inestimable; se compra en el siglo XIII; el primer ennoblecimiento tiene lugar en 1270, y la igualdad llega por fin al gobierno por medio de la aristocracia misma.

Durante los setecientos años que acaban de transcurrir, a veces, para luchar contra la autoridad regia o para arrebatar el poder a sus rivales, los nobles dieron preponderancia política al pueblo.

Más a menudo aún, se vio cómo los reyes daban participación en el gobierno a las clases inferiores del Estado, a fin de rebajar a la aristocracia.

En Francia, los reyes se mostraron los más activos y constantes niveladores. Cuando se sintieron ambiciosos y fuertes, trabajaron para elevar al pueblo al nivel de los nobles; y cuando fueron moderados y débiles, tuvieron que permitir que el pueblo se colocase por encima de ellos mismos. Unos ayudaron a la democracia con su talento, otros con sus vicios. Luis XI y Luis XIV tuvieron buen cuidado de igualarlo todo por debajo del trono, y Luis XV descendió él mismo con su corte hasta el último peldaño.

Desde que los ciudadanos comenzaron a poseer la tierra por medios distintos al sistema feudal y en cuanto fue conocida la riqueza mobiliaria, que pudieron a su vez crear la influencia y dar el poder, no se hicieron descubrimientos en las artes, ni hubo adelantos en el comercio y en la industria que no crearan otros tantos elementos nuevos de igualdad entre los hombres. A partir de ese momento, todos los procedimientos que se descubren, todas las necesidades que nacen y todos los deseos que se satisfacen, son otros tantos avances hacia la nivelación universal. El afán de lujo, el amor a la guerra, el imperio de la moda, todas las pasiones superficiales del corazón humano, así como las más profundas, parecen actuar de consuno en empobrecer a los ricos y enriquecer a los pobres.

En cuanto los trabajos de la inteligencia llegaron a ser fuentes de fuerza y de riqueza, se consideró cada desarrollo de la ciencia, cada conocimiento nuevo y cada idea nueva, como un germen de poder puesto al alcance del pueblo. La poesía, la elocuencia, la memoria, los destellos de ingenio, las luces de la imaginación, la profundidad del pensamiento, todos esos dones que el Cielo concede al azar, beneficiaron a la democracia y, aun cuando se encontraran en poder de sus adversarios, sirvieron a la causa poniendo de relieve la grandeza natural del hombre. Sus conquistas se agrandaron con las de la civilización y las de las luces, y la literatura fue un arsenal abierto a todos, a donde los débiles y los pobres acudían cada día en busca de armas.

Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentran, por decirlo así, grandes acontecimientos que desde hace setecientos años no se hayan orientado en provecho de la igualdad.

Las cruzadas y las guerras de los ingleses diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de las comunas introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la imprenta ofrece iguales recursos a su inteligencia; el correo lleva la luz, tanto al umbral de la cabaña del pobre, como a la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que todos los hombres gozan de las mismas prerrogativas para encontrar el camino del cielo. La América, descubierta, tiene mil nuevos caminos abiertos para la fortuna, y entrega al oscuro aventurero las riquezas y el poder.

Si, a partir del siglo XI, examinamos lo que pasa en Francia de cincuenta en cincuenta años, al cabo de cada uno de esos periodos, no dejaremos de percibir que una doble revolución se ha operado en el estado de la sociedad. El noble habrá bajado en la escala social y el labriego ascendido. Uno desciende y el otro sube. Casi medio siglo los acerca, y pronto van a tocarse.

Y esto no sólo sucede en Francia. En cualquier parte hacia donde dirijamos la mirada, notaremos la misma revolución que continúa a través de todo el universo cristiano. Por doquiera se ha visto que los más diversos incidentes de la vida de los pueblos se inclinan en favor de la democracia. Todos los hombres la han ayudado con su esfuerzo: los que tenían el proyecto de colaborar para su advenimiento y los que no pensaban servirla; los que combatían por ella, y aun aquellos que se declaraban sus enemigos; todos fueron empujados confusamente hacia la misma vía, y todos trabajaron en común, algunos a pesar suyo y otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos en las manos de Dios.

El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones es, pues, un hecho providencial, y tiene las siguientes características: es universal, durable, escapa a la potestad humana y todos los acontecimientos, como todos los hombres, sirven para su desarrollo.

¿Es sensato creer que un movimiento social que viene de tan lejos, puede ser detenido por los esfuerzos de una generación? ¿Puede pensarse que después de haber destruido el feudalismo y vencido a los reyes, la democracia retrocederá ante los burgueses y los ricos? ¿Se detendrá ahora que se ha vuelto tan fuerte y sus adversarios tan débiles?

¿A dónde vamos? Nadie podría decirlo; los términos de comparación nos faltan; las condiciones son más iguales en nuestros días entre los cristianos, de lo que han sido nunca en ningún tiempo ni en ningún país del mundo; así, la grandeza de lo que ya está hecho impide prever lo que se puede hacer todavía.

El libro que estamos por leer ha sido escrito bajo la impresión de una especie de terror religioso producido en el alma del autor al vislumbrar esta revolución irresistible que camina desde hace tantos siglos, a través de todos los obstáculos, y que se ve aún hoy avanzar en medio de las ruinas que ha causado.

No es necesario que Dios nos hable para que descubramos los signos ciertos de su voluntad. Basta examinar cuál es la marcha habitual de la naturaleza y la tendencia continua de los acontecimientos. Yo sé, sin que el Creador eleve la voz, que los astros siguen en el espacio las curvas que su dedo ha trazado.

Si largas observaciones y meditaciones sinceras conducen a los hombres de nuestros días a reconocer que el desarrollo gradual y progresivo de la igualdad es, a la vez, el pasado y el porvenir de su historia, el solo descubrimiento dará a su desarrollo el carácter sagrado de la voluntad del supremo Maestro. Querer detener la democracia parecerá entonces luchar contra Dios mismo. Entonces no queda a las naciones más solución que acomodarse al estado social que les impone la Providencia.

Los pueblos cristianos me parecen presentar en nuestros días un espectáculo aterrador. El movimiento que los arrastra es ya bastante fuerte para poder suspenderlo, y no es aún lo suficiente rápido para perder la esperanza de dirigirlo: su suerte está en sus manos; pero bien pronto se les escapa.

Instruir a la democracia, reanimar si se puede sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, sustituir poco a poco con la ciencia de los negocios públicos su inexperiencia y por el conocimiento de sus verdaderos intereses a los ciegos instintos; adaptar su gobierno a los tiempos y lugares; modificado según las circunstancias y los hombres: tal es el primero de los deberes impuestos en nuestros días a aquellos que dirigen la sociedad.

Es necesaria una ciencia política nueva a un mundo enteramente nuevo.

Pero en esto no pensamos casi: colocados en medio de un río rápido, fijamos obstinadamente la mirada en algunos restos que se perciben todavía en la orilla, en tanto que la corriente nos arrastra y nos empuja retrocediendo hacia el abismo.

No hay pueblos en Europa, entre los cuales la gran revolución social que acabo de describir haya hecho más rápidos progresos que el nuestro. Pero aquí siempre ha caminado al azar.

Los jefes de Estado jamás le han hecho ningún preparativo de antemano; a pesar de ellos mismos, ha surgido a sus espaldas. Las clases más poderosas, más inteligentes y más morales de la nación no han intentado apoderarse de ella, a fin de dirigirla. La democracia ha estado, pues, abandonada a sus instintos salvajes; ha crecido como esos niños privados de los cuidados paternales, que se crían por sí mismos en las calles de las ciudades y que no conocen de la sociedad más que sus vicios y miserias. Todavía se pretendió ignorar su presencia, cuando se apoderó de improviso del poder. Cada uno se sometió con servilismo a sus menores deseos; se la ha adorado como a la imagen de la fuerza; cuando en seguida se debilitó por sus propios excesos, los legisladores concibieron el proyecto de instruida y corregirla y, sin querer enseñarla a gobernar, no pensaron más que en rechazarla del gobierno.

Así resultó que la revolución democrática se hizo en el cuerpo de la sociedad, sin que se consiguiese en las leyes, en las ideas, las costumbres y los hábitos, que era el cambio necesario para hacer esa revolución útil. Por tanto tenemos la democracia, sin aquello que atenúa sus vicios y hace resaltar sus’ ventajas naturales; y vemos ya los males que acarrea, cuando todavía ignoramos los bienes que puede darnos.

Cuando el poder regio, apoyado sobre la aristocracia, gobernaba apaciblemente a los pueblos de Europa, la sociedad, en medio de sus miserias, gozaba de varias formas de dicha, que difícilmente se pueden concebir y apreciar en nuestros días.

El poder de algunos súbditos oponía barreras insuperables a la tiranía del príncipe; y los reyes, sintiéndose revestidos a los ojos de la multitud de un carácter casi divino, tomaban, del respeto mismo que inspiraban, la resolución de no abusar de su poder.

Colocados a gran distancia del pueblo, los nobles tomaban parte en la suerte del pueblo con el mismo interés benévolo y tranquilo que el pastor tiene por su rebaño; y, sin acertar a ver en el pobre a su igual, velaban por su suerte, como si la Providencia lo hubiera confiado en sus manos.

No habiendo concebido más idea del estado social que el suyo, no imaginando que pudiera jamás igualarse a sus jefes, el pueblo recibía sus beneficios, y no discutía sus derechos. Los quería cuando eran clementes y justos, y se sometía sin trabajo y sin bajeza a sus rigores, como males inevitables enviados por el brazo de Dios. El uso y las costumbres establecieron los límites de la tiranía, fundando una clase de derecho entre la misma fuerza.

Si el noble no tenia la sospecha de que quisieran arrancarle privilegios que estimaba legítimos, y el siervo miraba su inferioridad como un efecto del orden inmutable de la naturaleza, se concibe el establecimiento de una benevolencia recíproca entre las dos clases tan diferentemente dotadas por la suerte. Se veían en la sociedad, miserias y desigualdad, pero las almas no estaban degradadas.

No es el uso del poder o el hábito de la obediencia lo que deprava a los hombres, sino el desempeño de un poder que se considera ilegítimo, y la obediencia al mismo si se estima usurpado u opresor.

A un lado estaban los bienes, la fuerza, el ocio y con ellos las pretensiones del lujo, los refinamientos del gusto, los placeres del espíritu y el culto de las artes. Al otro el trabajo, la grosería y la ignorancia.

Pero en el seno de esa muchedumbre ignorante y grosera, se encontraban también pasiones enérgicas, sentimientos generosos, creencias arraigadas y salvajes virtudes.

El cuerpo social, así organizado, podía tener estabilidad, poderío y sobre todo, gloria.

Pero he aquí que las clases se confunden; las barreras levantadas entre los hombres se abaten; se divide el dominio, el poder es compartido, las luces se esparcen y las inteligencias se igualan. El estado social entonces vuélvese democrático, y el imperio de la democracia se afirma en fin pacíficamente tanto en las instituciones como en las conciencias.

Concibo una sociedad en la que todos, contemplando la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo; en la que la autoridad del gobierno, sea respetada como necesaria y no como divina; mientras el respeto que se tributa al jefe del Estado no es hijo de la pasión, sino de un sentimiento razonado y tranquilo. Gozando cada uno de sus derechos, y estando seguro de conservarlos, así es como se establece entre todas las clases sociales una viril confianza y un sentimiento de condescendencia recíproca, tan distante del orgullo como de la bajeza.

Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprenderá que, para aprovechar los bienes de la sociedad, es necesario someterse a sus cargas. La asociación libre de los ciudadanos podría reemplazar entonces al poder individual de los nobles, y el Estado se hallaría a cubierto contra la tiranía y contra el libertinaje.

Entiendo que en un Estado democrático, constituido de esta manera, la sociedad no permanecerá inmóvil; pero los movimientos del cuerpo social podrán ser reglamentados y progresivos. Si tiene menos brillo que en el seno de una aristocracia, tendrá también menos miserias. Los goces serán menos extremados, y el bienestar más general. La ciencia menos profunda, si cabe; pero la ignorancia más rara. Los sentimientos menos enérgicos, y las costumbres más morigeradas. En fin, se observarán más vicios y menos crímenes.

A falta del entusiasmo y del ardor de las creencias, las luces y la experiencia conseguirán alguna vez de los ciudadanos grandes sacrificios. Cada hombre siendo análogamente débil sentirá igual necesidad de sus semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a condición de prestar su concurso, comprenderá sin esfuerzo que para él el interés particular se confunde con el interés general.

La nación en sí será menos brillante si cabe, o menos gloriosa, y menos fuerte tal vez; pero la mayoría de los ciudadanos gozará de más prosperidad, y el pueblo se sentirá apacible, no porque desespere de hallarse mejor, sino porque sabe que está bien.

Si todo no fuera bueno y útil en semejante estado de cosas, la sociedad al menos se habría apropiado de todo lo que puede resultar útil y bueno, y los hombres, al abandonar para siempre las ventajas sociales que puede proporcionar la aristocracia, habrían tomado de la democracia todos los dones que ésta puede ofrecerles.

Pero nosotros, al abandonar el estado social de nuestros abuelos, dejando en confusión, a nuestras espaldas sus instituciones, sus ideas y costumbres, ¿qué hemos colocado en su lugar?

El prestigio del poder regio se ha desvanecido, sin haber sido reemplazado por la majestad de las leyes. En nuestros días, el pueblo menosprecia la autoridad; pero la teme, y el miedo logra de él más de lo que proporcionaban antaño el respeto y el amor.

Me doy cuenta de que hemos destruido las existencias individuales que pudieran luchar separadamente contra la tiranía; pero veo el gobierno que él solo hereda todas las prerrogativas arrancadas a familias, a corporaciones o a hombres. La fuerza, a veces opresora, pero más frecuentemente conservadora, de un pequeño número de ciudadanos ha sido relevada por la debilidad de todos.

La división de las fortunas ha disminuido la distancia que separaba al pobre del rico; pero, al acercarse, parecen haber encontrado razones nuevas para odiarse, y lanzando uno sobre otro miradas llenas de terror y envidia, se repelen mutuamente en el poder. Para el uno y para el otro, la idea de los derechos no existe, y la fuerza les parece, a ambos, la única razón del presente y la única garantía para el porvenir.

El pobre ha conservado la mayor parte de los prejuicios de sus padres, sin sus creencias; su ignorancia, sin sus virtudes; admitió como regla de sus actos, la doctrina del interés, sin conocer sus secretos y su egoísmo se halla tan desprovisto de luces como lo estaba antes su abnegación.

La sociedad está tranquila, no porque tenga conciencia de su fuerza y de su bienestar, sino, al contrario, porque se considera débil e inválida; teme a la muerte, ante el menor esfuerzo; todos sienten el mal, pero nadie tiene el valor y la energía necesarios para buscar la mejoría; se tienen deseos, pesares, penas y alegrías que no producen nada visible, ni durable, como las pasiones de senectud que no conducen más que a la impotencia.

Así abandonamos lo que el Estado antiguo podía tener de bueno, sin comprender lo que el Estado actual nos puede ofrecer de útil. Hemos destruido una sociedad aristocrática y, deteniéndonos complacientemente ante los restos del antiguo edificio, parecemos quedar extasiados frente a ellos para siempre.

Lo que acontece en el mundo intelectual no es menos deplorable.

Estorbada en su marcha o abandonada sin apoyo a sus pasiones desordenadas, la democracia de Francia derribó todo lo que se encontraba a su paso, sacudiendo aquello que no destruía. No se la ha visto captando poco a poco a la sociedad, a fin de establecer sobre ella apaciblemente su imperio; no ha dejado de marchar en medio de desórdenes y de la agitación del combate. Animado por el calor de la lucha, empujado más allá de los limites naturales de su propia opinión, en vista de las opiniones y de los excesos de sus adversarios, cada ciudadano pierde de vista el objetivo mismo de sus tendencias, y mantiene un lenguaje que no concuerda con sus verdaderos sentimientos ni con sus secretas aficiones.

Así nace la extraña confusión de la que somos testigos.

Busco en vano en mis recuerdos y no encuentro nada que merezca provocar más dolor y compasión que lo que pasa ante mis ojos. Al parecer se ha roto en nuestros días el lazo natural que une las opiniones a los gustos y los actos a las creencias. La simpatía que se observaba entre los sentimientos y las ideas de los hombres ha sido destruida, y se podría decir que todas las leyes de analogía moral están abolidas.

Se encuentran aún entre nosotros cristianos llenos de celo, cuya alma religiosa quiere alimentarse de las verdades de la otra vida. Son los que lucharán sin duda en favor de la libertad humana, fuente de toda grandeza moral. El cristianismo que reconoce a todos los hombres iguales delante de Dios, no se opondrá a ver a todos los hombres iguales ante la ley. Pero, por el concurso de extraños acontecimientos, la religión se encuentra momentáneamente comprometida en medio de poderes que la democracia derriba, y le sucede a menudo que rechaza la igualdad que tanto ama, y maldice la libertad como si se tratara de un adversario, mientras que, si se la sabe llevar de la mano, podrá llegar a santificar sus esfuerzos.

Al lado de esos hombres religiosos, descubro otros cuyas miradas están dirigidas hacia la tierra más bien que hacia el cielo; partidarios de la libertad, no solamente porque ven en ella el origen de las más nobles virtudes, sino sobre todo porque la consideran como la fuente de los mayores bienes, desean sinceramente asegurar su imperio y hacer disfrutar a los hombres de sus beneficios. Comprendo que ésos van a apresurarse a llamar a la religión en su ayuda, porque deben saber que no se puede establecer el imperio de la libertad sin el de las costumbres, ni consolidar las costumbres sin las creencias; pero han visto la religión en las filas de sus adversarios, y eso ha bastado para ello; unos la atacan y los otros no se atreven a defenderla.

Los pasados siglos han contemplado cómo las almas bajas y venales preconizaban la esclavitud, mientras los espíritus independientes y los corazones generosos luchaban sin esperanza por salvar la libertad humana. Pera se encuentran a menudo en nuestros días hombres naturalmente nobles y altivos, cuyas opiniones están en oposición con sus gustos, que elogian el servilismo y la ramplonería que nunca conocieron por sí mismos. Hay otros, al contrario, que hablan de la libertad como si sintiesen lo que hay de noble y grande en ella, que reclaman ruidosamente en favor de la humanidad derechos que ellos siempre despreciaron.

Descubro también a unos hombres virtuosos y apacibles, a los que sus costumbres puras, sus hábitos tranquilos, su bienestar económico y sus luces intelectuales colocan naturalmente a la cabeza de las masas que los rodean. Llenos de amor sincero por la patria, están prontos a hacer por ella grandes sacrificios: sin embargo, la civilización encuentra a menudo en ellos adversarios decididos; confunden sus abusos con sus beneficios, y en su espíritu la idea del mal está indisolublemente unida a la de cualquier novedad.

Muy cerca veo a otros que, en nombre del progreso y esforzándose en materializar al hombre, quieren encontrar lo útil sin preocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias, y el bienestar separado de la virtud. Se llaman a sí mismos los campeones de la civilización moderna, y se ponen insolentemente a la cabeza, usurpando un lugar que se les presta y del que los rechaza su indignidad.

¿En dónde nos encontramos?

Los hombres religiosos combaten la libertad, y los amigos de la libertad atacan a las religiones. Espíritus nobles y generosos elogian la esclavitud, y almas torpes y serviles preconizan la independencia. Ciudadanos decentes e ilustrados son enemigos de todos los progresos, en tanto que hombres sin patriotismo y sin convicciones se proclaman apóstoles de la civilización y de las luces.

¿Es que todos los siglos se han parecido al nuestro? ¿El hombre ha tenido siempre ante los ojos como en nuestros días, un mundo donde nada se enlaza, donde la virtud carece de genio, y el genio no tiene honor; donde el amor al orden se confunde con la devoción a los tiranos y el culto sagrado de la libertad con el desprecio a las leyes; en que la conciencia no presta más que una luz dudosa sobre las acciones humanas; en que nada parece ya prohibido, ni permitido, ni honrado, ni vergonzoso, ni verdadero, ni falso?

¿Pensaré acaso que el Creador hizo al hombre para dejarlo debatirse constantemente en medio de las miserias intelectuales que nos rodean? No podría creerlo: Dios dispone para las sociedades europeas un porvenir más firme y más tranquilo; ignoro sus designios, pero no dejaré de creer en ellos porque no puedo penetrarlos, y más preferiría dudar de mis propias luces que de su justicia.

Hay un país en el mundo donde la gran revolución social de que hablo parece haber alcanzado casi sus límites naturales. Se realizó allí de una manera sencilla y fácil o, mejor, se puede decir que ese país alcanza los resultados de la revolución democrática que se produce entre nosotros, sin haber conocido la revolución misma.

Los emigrantes que vinieron a establecerse en América a principios del siglo XVII, trajeron de alguna manera el principio de la democracia contra el que se luchaba en el seno de las viejas sociedades de Europa, trasplantándolo al Nuevo Mundo. Allí, pudo crecer la libertad y, adentrándose en las costumbres, desarrollarse apaciblemente en las leyes.

Me parece fuera de duda que, tarde o temprano, llegaremos, como los norteamericanos, a la igualdad casi completa de condiciones. No deduzco de eso que estemos llamados un día a obtener necesariamente, de semejante estado social, las consecuencias políticas que los norteamericanos han obtenido. Estoy muy lejos de creer que ellos hayan encontrado la única forma de gobierno que puede darse la democracia; pero basta que en ambos países la causa generadora de las leyes y de las costumbres sea la misma, para que tengamos gran interés en conocer lo que ha producido en cada uno de ellos.

No solamente para satisfacer una curiosidad, por otra parte muy legítima, he examinado la América; quise encontrar en ella enseñanzas que pudiésemos aprovechar. Se engañarán quienes piensen que pretendí escribir un panegírico; quienquiera que lea este libro quedará convencido de que no fue ése mi propósito. Mi propósito no ha sido tampoco preconizar tal forma de gobierno en general, porque pertenezco al grupo de los que creen que no hay casi nunca bondad absoluta en las leyes. No pretendí siquiera juzgar si la revolución social, cuya marcha me parece inevitable, era ventajosa o funesta para la humanidad. Admito esa revolución como un hecho realizado o a punto de realizarse y, entre los pueblos que la han visto desenvolverse en su seno, busqué aquél donde alcanzó el desarrollo más completo y pacífico, a fin de obtener las consecuencias naturales y conocer, si se puede, los medios de hacerla aprovechable para todos los hombres. Confieso que en Norteamérica he visto algo más que Norteamérica; busqué en ella una imagen de la democracia misma, de sus tendencias, de su carácter, de sus prejuicios y de sus pasiones; he querido conocerla, aunque no fuera más que para saber al menos lo que debíamos esperar o temer de ella.

En la primera parte de esta obra, intenté mostrar la dirección que la democracia, entregada en América a sus tendencias y abandonada casi sin freno a sus instintos, daba naturalmente a las leyes, la marcha que imprimía al gobierno y en general el poder que adquiría sobre los negocios de Estado. He querido saber cuáles eran los bienes y los males producidos por ella. He investigado qué precauciones utilizaron los norteamericanos para dirigirla, qué otras habían omitido, y emprendí la tarea de conocer las causas que les permiten gobernar a la sociedad.

Mi objetivo era dibujar en la segunda parte la influencia que ejercen en América la igualdad de condiciones y el gobierno democrático, sobre la sociedad civil, sobre los hábitos, las ideas y las costumbres; pero comienzo a sentirme con menos ardor para la realización de tal designio. Antes de que yo pueda acabar la tarea que me había propuesto, mi trabajo se habrá vuelto casi inútil. Algún otro deberá mostrar pronto a los lectores los principales rasgos del carácter norteamericano y, ocultando bajo un ligero velo la gravedad de los cuadros, prestar a la verdad encantos con los que yo no habría podido adornarla (1).

No sé si logré dar a conocer lo que he visto en los Estados Unidos de América, pero estoy seguro de haber tenido un sincero deseo de hacerlo, y de no haber cedido más que sin darme cuenta a la necesidad de adaptar los hechos a las ideas, en lugar de someter las ideas a los hechos.

Cuando un punto podía ser restablecido con ayuda de documentos escritos, tuve cuidado de recurrir a los textos originales y a las obras más auténticas y más estimadas (2). He indicado mis fuentes en notas, y cada uno podrá verificarlas. Cuando se ha tratado de opiniones, de usos políticos, de observaciones de costumbres, he buscado el consultar a los hombres más ilustrados. Si acontecía que la cosa fuera importante o dudosa, no me contentaba con un testigo, sino que no me determinaba más que sobre el conjunto de los testimonios.

Aquí es preciso pedir al lector que me crea bajo mi palabra. Yo he podido a menudo citar en apoyo de lo que afirmo la autoridad de muchos nombres que le son conocidos, o que al menos son dignos de ello; pero me guardé de hacerlo. El extranjero conoce a menudo dentro del hogar de su huésped importantes verdades, que éste confía tal vez a la amistad. Se siente aliviado con él por un silencio obligado. No se teme su indiscreción, porque está de paso. Cada una de esas confidencias era registrada por mí apenas la recibía, pero no saldrán jamás de mi cartera. Prefiero perjudicar el éxito de mis relatos, antes que añadir mi nombre a la lista de viajeros que devuelven penas y molestias en pago a la generosa hospitalidad que recibieron.

Sé que, a pesar de mi cuidado, nada será más fácil que criticar mi libro, si alguien piensa alguna vez criticarlo.

Los que quieran mirarlo de cerca encontrarán, me figuro, en la obra entera, un pensamiento fundamental que enlaza, por decirlo así, todas sus partes. Pero la diversidad de asuntos que he tenido que tratar es muy grande, y quien pretenda oponer un hecho aislado al conjunto de los hechos que cito, una idea separada al compendio de estas ideas, lo podrá lograr sin esfuerzo. Quisiera tan sólo que se me haga el favor de leerme con el mismo espíritu que ha presidido mi trabajo, y que se juzgue el libro por la impresión general que deje, como me he decidido yo también, no por tal o cual razón, sino por la mayoría de las razones.

No hay que olvidar tampoco que el autor que quiere hacerse comprender está obligado a llevar cada una de sus ideas a todas sus consecuencias teóricas, y a menudo hasta los límites de lo falso y de lo impracticable; puesto que, si es a veces necesario apartarse de las reglas de la lógica en las acciones, no podría hacerse lo mismo en los relatos, y el hombre encuentra casi las mismas dificultades para ser inconsecuente en sus palabras, como las encuentra de ordinario para ser consecuente en sus actos.

Concluyo señalando yo mismo lo que un gran número de lectores considerará como el defecto capital de la obra. Este libro no se pone al servicio de nadie. Al escribirlo, no pretendí servir ni combatir a ningún partido. No quise ver, desde un ángulo distinto del de los partidos sino más allá de lo que ellos ven; y mientras ellos se ocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir.

Alexis de Tocqueville

Notas
(1) En la época en que publiqué la primera edición de esta obra, M. Gustave de Beaumont, mi compañero de viaje por Norteamérica, trabajaba aún en su libro intitulado María, o la esclavitud en los Estados Unidos, que apareció después. El fin principal de M. de Beaumont ha sido poner de relieve y dar a conocer la situación de los negros en medio de la sociedad angloamericana. Su obra arrojará una viva y nueva luz sobre el problema de la esclavitud, de vital importancia para las Repúblicas. No sé si me engaño; pero me parece que el libro de M. de Beaumont, después de haber interesado vivamente a quienes deseen buscar en él emociones y cuadros, debe obtener un éxito más sólido y durable entre los lectores que, ante todo, desean encontrar puntos de vista sinceros y verdades profundas.
(2) Los documentos legislativos y administrativos me han sido proporcionados con benevolencia cuyo recuerdo provocará siempre mi gratitud. Entre los funcionarios norteamericanos que favorecieron así mis investigaciones, citaré, sobre todo, a Mr. Edward Livingston, entonces Secretario de Estado y ahora ministro plenipotenciario en París. Durante mi permanencia en el seno del Congreso, Mr. Livingston quiso lograr que me fueran entregados la mayor parte de los documentos que poseo en relación con el gobierno federal. Mr. Livingston es uno de los pocos hombres a quienes se quiere al leer sus escritos y se admira y honra aun antes de conocerlos y por los que se siente uno afortunado del deber del reconocimiento al contar con su amistad.

ADVERTENCIA DE LA
DUODÉCIMA EDICIÓN

Por grandes y súbitos que sean los acontecimientos que acaban de tener lugar en un momento ante nuestros ojos, el autor de esta obra tiene el derecho de decir que no le han sorprendido. Este libro fue escrito hace quince años, bajo una preocupación constante y un solo pensamiento: el advenimiento irresistible y universal de la Democracia en el mundo. Quien lo lea encontrará en él, en cada página, una advertencia solemne que recuerde a los hombres que la sociedad cambia de formas, la humanidad de condición, y que se acercan grandes destinos.

En su portada estaban trazadas estas palabras:

El desarrollo gradual de la igualdad es un hecho providencial. Tiene características principales: es universal, es durable, escapa cada día al poder humano y todos los acontecimientos como todos los hombres han servido a su desarrollo. ¿Sería sensato creer que un movimiento social que viene de tan lejos pueda ser suspendido por una generación? ¿Se piensa acaso que después de haber destruido el feudalismo y vencido a los reyes, la Democracia retrocederá delante de los burgueses y los ricos? ¿Se detendrá ahora que se ha vuelto tan fuerte y sus adversarios tan débiles?

El hombre que en presencia de una monarquía, afirmada más bien que quebrantada por la revolución de julio, ha trazado estas líneas, que los eventos volvieron proféticas, puede ahora sin temor llamar de nuevo la atención del público sobre su obra.

Debe permitírsele igualmente añadir que las circunstancias actuales dan a su libro el interés del momento y una utilidad práctica que no tenían cuando apareció por primera vez.

La realeza existía entonces. Hoy día está destruida. Las instituciones de Norteamérica, que no eran sino un tema de curiosidad para la Francia monárquica, deben ser un tema de estudio para la Francia republicana.

No es solamente la fuerza la que afianza un gobierno nuevo; son sus leyes buenas. Después del combatiente, el legislador: a cada uno su obra. No se trata ya, es verdad, de saber si tendremos en Francia la realeza o la República; pero nos queda por saber si tendremos una República agitada o una República tranquila, una República regular o una República irregular, una República pacífica o una República belicosa, una República liberal o una República opresiva, una República que amenace los derechos sagrados de la propiedad y de la familia o una República que los reconozca y los consagre. Terrible problema, cuya solución no importa solamente a Francia, sino a todo el universo civilizado. Si nosotros nos salvamos a nosotros mismos, salvamos al mismo tiempo a todos los pueblos que nos rodean. Si nos perdemos, los perdemos a todos con nosotros. Según que tengamos la libertad democrática o la tiranía democrática, el destino del mundo será diferente, y puede decirse que depende actualmente de nosotros el que la República acabe por ser establecida en todas partes o abolida en todas partes.

Ahora bien, este problema que apenas acabamos de plantear, Norteamérica lo resolvió hace más de sesenta años. Desde hace sesenta años el principio de la soberanía del pueblo que hemos introducido entre nosotros ayer, reina allá sin disputa. Púsose en práctica de la manera más directa, más ilimitada y más absoluta. Desde hace sesenta años, el pueblo que hizo de ella la fuente común de todas sus leyes, crece sin cesar en población, en territorio y en riqueza; y, observadlo bien, ha seguido siendo durante este periodo no solamente el más próspero, sino el más estable de todos los pueblos de la tierra. En tanto que todas las naciones de Europa eran destrozadas por la guerra o desgarradas por las discordias civiles, el pueblo norteamericano permanecía pacífico. Casi toda Europa estaba desquiciada por las revoluciones; Norteamérica no tenía ni siquiera revueltas: la República no era allí perturbadora, sino conservadora de todos los derechos; la propiedad individual tenía allí más garantías que en ningún país del mundo; la anarquía era allí tan desconocida como el despotismo.

¿Dónde fuera de allí podríamos encontrar mayores esperanzas y más grandes lecciones? Volvamos, pues, nuestras miradas hacia Norteamérica, no para copiar servilmente las instituciones que ella se ha dado, sino para comprender mejor las que nos convienen; menos para beber en ellas ejemplos que enseñanzas y para tomar los principios más bien que los detalles de sus leyes. Las leyes de la República francesa pueden y deben, en muchos casos, ser diferentes de las que rigen a los Estados Unidos; pero los principios sobre los cuales las constituciones norteamericanas descansan, esos principios de orden, ponderación de los poderes, libertad verdadera, de respeto sincero y profundo del derecho, son indispensables a todas las Repúblicas; deben ser comunes a todas, y se puede decir de antemano que donde no se encuentren, la República dejará bien pronto de existir.

Alexis de Tocqueville



LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo primero

Configuración exterior de la América del Norte

La América del Norte dividida en dos vastas regiones, una que desciende hacia el polo, otra hacia el ecuador – Valle del Misisipi – Huellas que en él se encuentran de las revoluciones del globo – Orillas del Océano Atlántico, en que se fundaron las colonias inglesas – Diferente aspecto que presentaban la América del Sur y la América del Norte en la época del descubrimiento – Selvas de la América del Norte – Praderas – Tribus errantes de indígenas. Su exterior, sus costumbres, sus lenguas – Huellas de un pueblo desconocido.

La América del Norte presenta, en su configuración exterior, rasgos generales que es fácil discernir al primer golpe de vista.

Una especie de ordenación metódica presidió allí la separación de las tierras y de las aguas, de las montañas y de los valles. Un arreglo tácito y majestuoso se nos revela entre la confusión de los objetos que nos van a servir de estudio y la extremada variedad de cuadros.

Dos vastas regiones la dividen de una manera casi igual.

Una tiene por límite, al Septentrión, el polo ártico; al Este y al Oeste, los dos grandes océanos. Se adelanta en seguida hacia el Sur, y forma un triángulo cuyos lados irregularmente trazados se encuentran más abajo de los grandes lagos del Canadá.

La segunda comienza donde acaba la primera, y se extiende por todo el resto del continente.

Una está ligeramente inclinada hacia el polo, la otra hacia el ecuador.

Las tierras comprendidas en la primera región descienden al Norte por una pendiente tan insensible, que se podría casi decir que forman una planicie. En el interior de este inmenso terraplén, no se encuentran ni altas montañas ni profundos valles.

Las aguas serpentean allí como al azar; los ríos se entremezclan, se juntan, se separan, se vuelven a reunir de nuevo, se pierden en mil pantanos, se extravían a cada instante en medio del laberinto húmedo que formaron, y no ganan en fin, los mares polares sino después de innumerables circuitos. Los grandes lagos que lamen esta primera región no están encauzados, como la mayor parte de los del antiguo mundo, entre colinas y rocas; sus riberas son planas y no se elevan más que unos pies sobre el nivel del agua. Cada uno de ellos forma como una enorme vasija llena hasta los bordes y los más ligeros cambios en la estructura del globo precipitarían sus ondas hacia el lado del polo o hacia el mar de los trópicos.

La segunda región es más accidentada y mejor preparada para llegar a ser morada permanente del hombre. Dos largas cadenas de montañas la dividen en toda su longitud: una, bajo el nombre de Alleghanys, sigue la orilla del océano Atlántico; la otra corre paralelamente al mar del Sur.

El espacio encerrado entre las dos cadenas de montañas comprende 228.843 leguas cuadradas (1). Su superficie es, pues, aproximadamente seis veces mayor que la de Francia (2).

Este vasto territorio no forma, sin embargo, más que un solo valle que, descendiendo de la cima redondeada de los Alleghanys, vuelve a subir, sin hallar obstáculos, hasta las cumbres de las montañas Rocallosas.

En el fondo del valle, corre un río inmenso. Hacia él acuden por todas partes las aguas que bajan de las montañas.

Antaño, los franceses lo llamaron el río San Luis, en recuerdo de la patria ausente; y los indios, en su lenguaje, lo denominaron el Padre de las Aguas o Misisipi.

El Misisipí tiene su origen en los límites de las dos grandes regiones de que hablé antes, en la parte más alta de la planicie que las separa.

Cerca de él nace otro río (3) que va a depositar sus aguas en los mares polares. El propio Misisipí parece durante algún tiempo seguro del camino que debe tomar: varias veces vuelve sobre sus pasos y, después de disminuir su marcha en el seno de los lagos y de los pantanos, se decide por fin y traza lentamente su cauce hacia el sur.

Unas veces tranquilo en el fondo del lecho arcilloso que le ha excavado la naturaleza, otras inflado por las tormentas, el Misisipi riega más de mil leguas en su curso (4).

Seiscientas leguas atrás de su desembocadura, el río tiene ya una profundidad media de 15 pies, y barcos de 300 toneladas lo remontan durante un trayecto de cerca de doscientas leguas.

Cincuenta y siete grandes arroyos navegables van a tributarle sus aguas. Se cuenta, entre ellos, un río de 1.300 leguas de curso (5), otro de 900 (6), uno de 600 (7), otro más de 500 (8) y cuatro de 200 (9), sin hablar de innumerables riachuelos que acuden de todas partes a perderse en su seno.

El valle que el Misisipí riega parece haber sido creado para él solo; prodiga a voluntad el bien y el mal, y es como su dios. En los alrededores del río, la naturaleza desarrolla una inagotable fecundidad; a medida que se aleja de sus orillas, las fuerzas vegetales se agostan, los terrenos se debilitan, todo languidece y muere. En ninguna parte las grandes convulsiones del mundo han dejado huellas más evidentes que en el valle del Misisipí. El aspecto entero de la región atestigua el trabajo de las aguas. Su esterilidad como su abundancia es su obra. Las olas del océano acumularon en el fondo del valle enormes capas de tierra que han tenido tiempo de nivelarlo. Se encuentran en la orilla derecha del río llanuras inmensas, lisas como la superficie de un campo sobre el que el labrador hubiera hecho pasar su rodillo.

A medida que se aproxima uno a las montañas, el terreno, al contrario, se vuelve cada vez más desigual y estéril; el suelo está por decirlo así, agujereado en mil parajes, y rocas primitivas aparecen aquí y allá, como los huesos de un esqueleto después de que el tiempo consumió los músculos y la carne. Una arena granítica y piedras irregularmente talladas, cubren la superficie de la tierra; algunas plantas impulsan con gran esfuerzo a sus retoños a través de esos obstáculos; se diría un campo fértil cubierto por los restos de un vasto edificio. Al analizar esas piedras y esa arena, es fácil observar una analogía perfecta entre sus elementos y las que componen las cimas áridas y resquebrajadas de las montañas Rocosas. Después de haber precipitado la tierra hasta el fondo del valle, las aguas acabaron sin duda arrastrando consigo una parte de las rocas mismas. Las arrastraron sobre las pendientes más cercanas y, después de haberlas triturado unas contra otras, sembraron la base de las montañas con los despojos arrancados a sus cimas (A).

El valle del Misisipí es, probablemente, lo mejor que Dios ha creado para la vida y descanso del hombre y, sin embargo, se puede decir que no forma todavía más que un vasto desierto.

Sobre la vertiente oriental de los Alleghanys, entre el pie de sus montañas y el océano Atlántico, se extiende un largo conjunto de rocas y de arena que el mar parece haber olvidado al retirarse. Ese territorio no tiene más que 48 leguas de anchura media, pero cuenta 300 leguas de largo. El suelo, en esta parte del territorio norteamericano, no se presta más que con esfuerzo a los trabajos del cultivador. La vegetación es aquí pobre y uniforme.
…………

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