
"Periodistas en Bruselas #1" by monchoveloso is licensed under CC BY-NC-SA 2.0
Solíamos pensar que la democracia, en el siglo XXI, era consecuencia de la imparable inercia de la Historia. La veíamos como una estación exclusivamente de llegada, nunca de salida. Nuestra convicción no era absurda, pues nos avalaba ese siglo XX convulso y agitado que, con todas sus tragedias y barbaries, nos permitió descartar definitivamente -al menos en Occidente- las propuestas totalitarias y autoritarias que con tanta fuerza emergieran en el período entre guerras, durante la crisis del Estado liberal. Tan cruento y difícil siglo nos impulsó, en definitiva, a acoger el criterio de Winston Churchill, aferrándonos a esa Democracia como peor de los sistemas políticos, a excepción de todos los demás conocidos.
En el ocaso del siglo asistiríamos al derrumbe de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría y del mundo bipolarizado en que nos despertamos tras el final de la Segunda Guerra Mundial. En Europa, la segunda mitad del siglo traería consigo la consolidación de una Unión Europea tantas veces soñada, probablemente irrealizable sin el peso de la responsabilidad en la espalda de una generación -y en no pocas conciencias- tras aquellas dos guerras fratricidas y devastadoras para el Viejo Continente. Una bicicleta siempre en marcha hacia delante, y que llevaría a la negociación de un nuevo Tratado Constitucional con tintes federalistas para acercarnos a los Estados Unidos de Europa: una pieza imprescindible en el nuevo y definitivo tablero mundial basado en la democracia liberal (el fin de la Historia -Fukuyama-). ¿Acaso era razonable no ser optimista?
Consecuencia inevitable de lo anterior es la connotación innegablemente positiva que la humanidad ha otorgado con carácter general al concepto de “siglo XXI”. Aún hoy, expresiones como “democracia del siglo XXI”, “derechos del siglo XXI”, “liberalismo del siglo XXI” o “ciudadanía en el siglo XXI” se perciben como positivas o representativas del más alto estándar exigible e incluso alcanzable.
Sin embargo, ¿seguimos siendo tan optimistas sobre el devenir de nuestro siglo? Una simple lectura de cualquier periódico de relevancia, en cualquier día de nuestra época -incluso antes de la crisis sanitaria en que nos encontramos- nos ofrecerá una visión bien distinta. El fracaso del Tratado Constitucional europeo, la crisis económica de 2008 y las tensiones en el seno de la Unión Europea, el imparable ascenso del gigante Chino -una potencia autoritaria y antidemocrática-, el auge de nacionalismos y populismos, la degradación democrática consecuencia de los mismos (en especial, en Polonia y Hungría), el Brexit, los chalecos amarillos poniendo en jaque a un gobierno democrático y, recientemente, una pandemia global de proporciones incalculables y origen oscuro y discutible. La mayor parte de los fenómenos descritos atacan a la base de la Democracia revelando de forma inequívoca que sólo una ensoñación, fruto del optimismo embriagador en que nos sumimos en los albores del nuevo milenio, nos permitió dar por sentado la misma como algo automático, algo indestructible y permanente.
En este mundo nada está garantizado, pero menos aún la democracia como modelo político. Ya lo advirtió Ortega al subrayar la escasa probabilidad de que el género humano arribase a “algo tan bello, tan paradójico, tan elegante, tan acrobático y antinatural”, concluyendo no sin pesimismo -acertado, como la historia se encargaría de demostrar- que por ese preciso motivo “no debería sorprender que esa misma especie pronto se encontrara resuelta a abandonarlo”. Quizá la primera lección de este siglo XXI haya sido despojarnos del velo del infantilismo que nos hizo soñar con un fin de la historia en el culmen del desarrollo de la democracia liberal -velo que, a buen seguro, más de un habitante del Imperio Romano mantuvo sobre sus ojos antes de ver arder Roma y con ella el más complejo y desarrollado fenómeno político de su tiempo, condenando a las generaciones de todo un milenio a la oscuridad del medievo-.
La democracia, hoy sabemos, no está ni ha estado nunca garantizada. Cada ciudadano a título individual, cada generación en su conjunto es responsable último de la supervivencia de esa gema insustituible que es el régimen democrático-pluralista, con su pacto social refrendado y siempre actualizable que reconoce y protege los derechos fundamentales inalienables de los ciudadanos, que predispone las barreras al ejercicio del poder, que entrega el mismo a representantes democráticamente elegidos, que impone el necesario respeto de las minorías y que exige la preservación del principio de separación de poderes para evitar que, en palabras de Lord Acton, el poder absoluto corrompa absolutamente.
En España, junto al golpe a la Constitución en Cataluña y la creciente polarización de la sociedad, el mayor riesgo para nuestra democracia es en la actualidad, sin duda, el asedio en toda regla mantenido por el Gobierno frente al principio de separación de poderes. Como ejemplos de lo último (pudiendo citarse muchos más) podemos observar una Fiscalía General del Estado para quien el Presidente ha designado a su inmediatamente ex Ministra de Justicia (institución que el Presidente afirmó “depender” del Gobierno en una entrevista en RTVE el pasado mes de noviembre), que fue propuesta para el cargo el mismo día en que entregaba la cartera a su sucesor; una Abogacía del Estado que cesó fulminantemente al Abogado del Estado -Edmundo Bal- que se negó a suprimir del relato de los hechos del juicio del procés una violencia que finalmente quedaría como hecho probado en la Sentencia firme del Tribunal Supremo; un CIS dirigido y manipulado por un hombre de confianza del Presidente (José Félix Tezanos); una RTVE que, debiendo ser plural y regirse a través de un Consejo de Administración de elección parlamentaria -no sólo por ética sino por mandato de la ley que Sánchez promovió desde la oposición-, lleva casi dos años en manos de una administradora única provisional (Rosa María Mateo) nombrada a dedo por el Presidente y que purga sin descanso a los periodistas incómodos para el relato del Gobierno; el cese del Coronel Pérez de los Cobos de la Guardia Civil por no exigir a la policía judicial que revelara, prevaricando, el contenido de investigaciones judiciales en curso que comprometían al Gobierno; el nombramiento para dirigir la Comisión Nacional de la Competencia de quien ha sido hasta 2020 abogada de las corporaciones que más frecuentemente se ven llevadas ante dicho organismo; y, por supuesto, no podemos olvidar el ilimitado y permanente abuso del excepcional decreto-ley (hurtando su función legislativa al Parlamento), en que este Gobierno incurre día sí y día también, revolucionando la historia de los abusos inconstitucionales para utilizarlo como medio de campaña partidista (infringiendo la Ley electoral), para incluir a Iglesias en la comisión delegada del CNI con excusa en un decreto económico relativo al COVID-19 o, incluso, para reformar el funcionamiento del Poder Judicial, contraviniendo de forma aún más categórica la Constitución.
Al mismo se suma estos días la enésima negociación para la “renovación” del Consejo General del Poder Judicial, con funciones disciplinarias, sobre promociones, ascensos y destinos de los miembros del Poder Judicial, y que será una vez más designado por los partidos políticos en lugar de procederse a su reforma para permitir la elección de 12 de sus 20 vocales por los propios jueces. Modelo este que la Constitución indiscutiblemente pretendió, que Sánchez prometió en su Acuerdo con Ciudadanos en 2016 y, huelga decir, Casado prometió también en 2018.
Es preciso decir basta. Como ciudadanos somos libres, pero la libertad trae consigo la responsabilidad. Todos somos responsables de preservar nuestro régimen democrático, en que el Estado no pertenece a un partido político, sino a la ciudadanía. Políticos, jueces, magistrados, funcionarios y periodistas -en el ejercicio de su profesión- y, por su puesto, los propios ciudadanos -mediante el ejercicio de nuestra libertad de expresión y el derecho al sufragio- debemos exigir en nuestros respectivos ámbitos respeto por nuestra democracia y nuestras instituciones.
España está repleta de ciudadanos y profesionales honestos, respetuosos, moderados y demócratas que pueden recoger el testigo de la dirección de la política nacional, que respetan a nuestras instituciones y a la ciudadanía a quien los poderes públicos se deben, que conciben el poder como un medio para mejor nuestra sociedad, y no como un fin en sí mismo. Cuando llegue el momento, debemos distinguirlos de quienes menosprecian la democracia y la degradan sistemáticamente en persecución de sus propios intereses. Mucho depende de ello.