I. Introducción
Cuando se comparan entre sí los sistemas políticos más notables y se contrastan con las opiniones de los filósofos y políticos más prestigiosos, produce asombro, y tal vez no sin su causa y razón, ver tratado de un modo tan poco completo y resuelto de un modo tan poco preciso un problema que parece, sin embargo, digno de atraer la atención: el problema de la finalidad a que debe obedecer la institución del Estado en su conjunto y de los límites dentro de los cuales debe contenerse su acción.
Casi todos los que han intervenido en las reformas de los estados o estudiado los problemas de las reformas políticas se han ocupado exclusivamente de la intervención que a la Nación o a algunas de sus partes corresponde en el Gobierno, del modo como deben dividirse las diversas ramas de la administración del Estado y de las providencias necesarias para evitar que una parte invada los derechos de la otra.
Y sin embargo, a la vista de todo Estado nuevo a mí me parece que debieran tenerse presentes siempre dos puntos, ninguno de los cuales puede pasarse por alto, a mi juicio, sin gran quebranto: Uno es el determinar la parte de la Nación llamada a mandar y la llamada a obedecer, así como todo lo que forma parte de la verdadera organización del Gobierno; otro, el determinar los objetivos a que el Gobierno, una vez instituido, debe extender y al mismo tiempo circunscribir sus actividades.
Esto último, que en rigor invade la vida privada de los ciudadanos y determina la medida en que éstos pueden actuar libremente y sin trabas, constituye, en realidad, el verdadero fin último, pues lo primero no es más que el medio necesario para alcanzar este fin. Si, a pesar de ello, el hombre se preocupa más de lo primero y lo persigue con mayor esfuerzo, es porque ello cuadra mejor con el curso normal de sus actividades. La felicidad del hombre sano y lleno de energías estriba, en efecto, en perseguir un fin y alcanzarlo, aplicando a ello su fuerza física y moral. La posesión que restituye el reposo a las energías puestas en tensión sólo nos tienta en nuestra engañosa fantasía. Lo cierto es que en la situación del hombre, cuyas fuerzas están siempre en tensión y prestas a actuar y al que la naturaleza circundante estimula constantemente a la acción, la posesión y el reposo sólo existen en el reino de la idea. Sólo para el hombre unilateral el reposo es también el término de una manifestación, y al hombre inculto un objeto sólo le brinda materia para pocas manifestaciones. Por tanto, lo que se dice acerca del enojo causado por la saciedad en la posesión, sobre todo en el terreno de las sensaciones más sutiles, no rige en modo alguno con el ideal del hombre, que la fantasía es capaz de forjar; y esto, que en el pleno sentido de nuestra afirmación se refiere al hombre completamente inculto, va perdiendo su razón de ser gradualmente, a medida que es una cultura más y más elevada la que inspira aquel ideal.
Lo expuesto explica por qué el conquistador, por ejemplo, se complace más en el triunfo mismo que en los territorios conquistados y al reformador le atraen más la inquietud y los peligros de su labor reformadora que el tranquilo disfrute de los resultados obtenidos. Del mismo modo, ejerce más tentación sobre el hombre el poder que la libertad, o, por lo menos, le fascina más el cuidado por conservar la libertad que el disfrute de ella. La libertad no es, en cierto modo, más que la posibilidad de ejercer acciones múltiples e indeterminadas; el poder, en cambio, y el Gobierno en general, constituye una acción real, concreta. Por eso la nostalgia de libertad sólo se produce, con harta frecuencia, como fruto del sentimiento de la falta de ella.
Lo que resulta innegable es que la investigación del fin y de los límites de la acción del Estado encierre una importancia grande; mayor acaso que ninguna otra investigación política. Ya dejamos dicho que esta investigación toca, en cierto modo, el fin último de toda política. Es la única, además, susceptible de una aplicación más leve o más extensa. Las verdaderas revoluciones de los estados y otras instituciones de los gobiernos no pueden producirse más
que cuando concurren muchas circunstancias, no pocas veces harto fortuitas, y acarrean siempre consecuencias dañosas muy variadas. En cambio, todo gobernante —lo mismo en los Estados democráticos que en los aristocráticos o en los monárquicos— puede extender o restringir, callada e insensiblemente, los límites de la acción del Estado, y alcanzará su fin último con tanta mayor seguridad cuanto mayor sea el sentido con que huya de toda innovación sorprendente.
Las mejores operaciones humanas son aquellas que más fielmente reproducen las operaciones de la naturaleza. Y es indudable que la semilla enterrada silenciosa e inadvertidamente en el suelo produce beneficios más abundantes y más gratos que la erupción, necesaria indudablemente, pero acompañada siempre de ruina y estragos, de un volcán desencadenado.
Además, ningún otro tipo de reforma es más propio de nuestra época si ésta se dice ser, con derecho, una época avanzada en cuanto a ilustración y cultura. En efecto, la investigación de los limites de la acción del Estado habrá de conducir necesariamente —como es fácil anticipar— a una libertad superior de fuerzas y a una mayor variedad de situaciones. La posibilidad de elevarse a un grado más alto de libertad exige siempre un grado igualmente más alto de cultura. Una menor necesidad de actuar, por decirlo así, en masas uniformemente unidas, exige mayores fuerzas y una riqueza más variada, por parte de los individuos actuantes. Por tanto, si es cierto que nuestra época es una época aventajada en lo tocante a esta cultura, a esta fuerza y a esta riqueza, será necesario concederle también la libertad que con razón reivindica. Y los medios con los que habría de llevarse a cabo una reforma semejante son también mucho más adecuados a esta cultura progresiva, suponiendo que debamos darla por existente.
Si en otros sitios u otras épocas es la espada desenvainada de la nación la que limita el poder físico del gobernante, aquí son la ilustración y la cultura las que vencen a sus ideas y voluntad, y la imagen informe de las cosas parece más obra suya que obra de la nación. Y si constituye un espectáculo hermoso y sublime ver a un pueblo que, llevado por el sentimiento pletórico de sus derechos del hombre y del ciudadano, rompe sus cadenas, es incomparablemente más hermoso y más sublime —pues la obra de la inclinación y del respeto ante la ley supera en belleza y en grandeza a los frutos arrancados por la penuria y la necesidad— ver a un príncipe que rompe por sí mismo los grilletes y concede a los hombres la libertad, no como don gracioso de su magnanimidad, sino en cumplimiento de su primordial e inexcusable deber. Más aún cuando entre la libertad a que aspira una nación al cambiar su constitución y la libertad que pueda conferirle el Estado actual existe la misma relación que entre la esperanza y el deleite real o entre la predisposición y la realización efectiva.
Si echásemos una ojeada a la historia de 1as constituciones, sería muy difícil señalar con exactitud en ninguna de ellas el radio de acción a que se halla circunscrito el Estado, ya que seguramente ninguna se ajusta a un plan bien meditado y basado en principios sencillos. La libertad de los ciudadanos se ha limitado siempre, principalmente, desde dos puntos de vista: por un lado, respondiendo a la necesidad de implantar o asegurar el régimen político vigente; por otro lado, atendiendo a la conveniencia de velar por el estado físico o moral de la nación. Estos dos puntos de vista variaban en la medida en que el régimen, dotado de por sí de poder, necesitase de otros apoyos y según la mayor o menor amplitud de perspectivas que se abriese ante el legislador. No pocas veces ambas clases de consideraciones se combinaban. En los estados antiguos, casi todas las instituciones relacionadas con la vida privada de los ciudadanos eran políticas, en el más estricto sentido de la palabra. En efecto, como en ellos el régimen se hallaba dotado realmente de poco poder, su estabilidad dependía principalmente de la voluntad de la nación y era necesario encontrar diversos medios para armonizar su carácter con esta voluntad. Es, exactamente, lo que sigue sucediendo todavía hoy en los pequeños estados republicanos, y —considerada la cosa desde este punto de vista exclusivamente— debe, por tanto, estimarse absolutamente exacta la afirmación de que la libertad de la vida privada aumenta exactamente en la misma medida en que disminuye la libertad de la vida pública, mientras que la seguridad de aquélla discurre siempre paralelamente a ésta. Sin embargo, los legisladores antiguos se preocuparon con frecuencia y los filósofos de la Antigüedad se preocupaban siempre por el hombre, en el sentido más propio de la palabra. Y, como lo supremo en el hombre, para ellos, era el valor moral, se comprende que la República de Platón, por ejemplo, fuese, según la observación extraordinariamente certera de Rousseau, más una obra educativa que una obra política.
Si comparamos con esto los Estados modernos, vemos que es innegable, en no pocas leyes e instituciones que imprimen a la vida privada una forma con frecuencia muy precisa, la tendencia a velar por el propio ciudadano y por su bienestar. La mayor estabilidad interior de nuestros sistemas políticos, su mayor independencia con respecto al carácter de la nación, la influencia más poderosa que hoy ejercen las cabezas pensantes —las cuales, lógicamente, se hallan en condiciones de abrazar puntos de vista más amplios y más firmes—, toda esa multitud de inventos que enseñan a elaborar o a emplear mejor los objetos corrientes de la actividad de una nación, y, finalmente y sobre todo, ciertos conceptos religiosos que hacen al gobernante de un Estado responsable también del bienestar moral y del porvenir de sus ciudadanos, todo ha contribuido, al unísono, a producir este cambio.
Sin embargo, estudiando la historia de ciertas “leyes de policía” (entendidas según el lenguaje de la época como el campo de la legislación administrativa, en general) y de ciertas instituciones, vemos que tienen su origen, con harta frecuencia, en la necesidad, unas veces real y otras veces supuesta, que siente el Estado de imponer tributos a los súbditos, y en este sentido reaparece en cierto modo la analogía con los Estados antiguos, ya que estas instituciones tienden asimismo al mantenimiento del régimen. Pero, en lo que se refiere a las restricciones inspiradas no tanto en el interés del Estado como en el de los individuos que lo forman, existe una diferencia considerable entre los Estados antiguos y los modernos. Los estados antiguos velaban por la fuerza y la educación del hombre en cuanto hombre; los Estados modernos se preocupan de su bienestar, su fortuna y su capacidad adquisitiva. Los antiguos buscaban la virtud; los modernos buscan la dicha. Por eso, por una parte, las restricciones puestas a la libertad por los Estados antiguos eran más gravosas y más peligrosas, pues tocaban directamente a lo que constituye lo verdaderamente característico del hombre: su existencia interior; y por eso también todas las naciones antiguas presentan un carácter de unilateralidad, determinado y alimentado en gran parte (si prescindimos, además, de la ausencia de una cultura refinada y de medios generales de comunicación) por el sistema de educación común implantado en casi todos los países y por la vida común, conscientemente organizada, de los ciudadanos en general. Pero, por otra parte, todas estas instituciones del Estado mantenían y estimulaban, entre los antiguos, la fuerza activa del hombre. Esta misma preocupación, que jamás se perdía de vista, por formar ciudadanos fuertes y capaces de bastarse a sí mismos, daba un mayor impulso al espíritu y al carácter.
En cambio, en los estados modernos, aunque el hombre mismo se halle directamente sujeto a menos restricciones, vive rodeado por cosas que de por sí le cohíben, por cuya razón afronta con fuerza interior la lucha contra esas trabas externas. Pero la propia naturaleza de las restricciones a la libertad en nuestros Estados tienden mucho más a lo que el hombre posee que a lo que el hombre es y, en esto, no sólo ejercitan —como los antiguos— la fuerza física, intelectual y moral, de manera unilateral, sino que le imponen ideas determinantes como leyes y reprimen la energía que es, por así decir, la fuente de toda virtud activa y la condición necesaria para su formación más elevada y más completa.
Y si, en las naciones antiguas, la mayor fuerza resultaba inofensiva para la unilateralidad, en las nuevas la desventaja de la menor fuerza se aumenta por la unilateralidad. Esta diferencia entre los antiguos y los modernos se evidencia en todas partes. En los últimos siglos, es la celeridad de los progreses conseguidos, la cantidad y la difusión de los Inventos artificiosos y la grandiosidad de las obras realizadas lo que más atrae nuestra atención, pero en la Antigüedad nos atrae sobre todo la grandeza que desaparece siempre al desaparecer un hombre, el esplendor de la imaginación, la profundidad del espíritu, la fortaleza de la voluntad, la unidad de todo el ser humano, que es lo único que da verdadero valor al hombre. Era el hombre y eran, concretamente, su fuerza y su cultura, lo que ponía en movimiento toda actividad. En nuestras sociedades, en cambio, es, con harta frecuencia, un todo ideal que casi le hace a uno olvidarse de la existencia de los individuos; o, por lo menos, no es su ser interior, sino su quietud, su bienestar, su dicha. Los antiguos buscaban la felicidad en la virtud, mientras que los modernos se hallan ya demasiado acostumbrados a extraer ésta de aquella.
Y hasta aquel que ha sabido ver y exponer la moralidad en su más alta pureza (Kant, refiriéndose al bien supremo, en sus “Principios de la metafísica de las costumbres” y en la “Crítica de la razón práctica”) cree tener que añadir a su ideal del hombre, por medio de un mecanismo muy artificial, la felicidad, aunque ciertamente más como recompensa ajena que como un bien conquistado por sí mismo. No me detengo más a examinar esta diferencia. Terminaré con las palabras de la Ética de Aristóteles: «Lo individual de cada uno, con arreglo a su carácter, es lo mejor y lo más dulce para él. Por eso el vivir ajustado a la razón, siempre que ésta sea lo que más abunda en el hombre, es lo que hace al hombre más dichoso».
Entre los tratadistas de Derecho Político se ha discutido más de una vez si el Estado debe limitarse a velar por la seguridad o debe perseguir también, de un modo general, el bienestar físico y moral de la nación. La preocupación por la libertad de la vida privada conduce preferentemente a la primera afirmación, mientras que la idea natural de que la misión del Estado no se reduce a la función de la seguridad y de que el abuso en la restricción de la libertad es, evidentemente, posible, pero no necesario, inspira la segunda. Y éste es, incuestionablemente, el criterio predominante, tanto en la teoría como en la práctica. Así lo demuestran la mayoría de los sistemas de Derecho Público, los modernos códigos filosóficos y la historia de la legislación de casi todos los Estados. La agricultura, los oficios, la industria de todas clases, el comercio, las propias artes y las ciencias: todo recibe su vida y su dirección del Estado. Con arreglo a estos principios, ha cambiado de fisonomía el estudio de las ciencias políticas, como lo demuestran, por ejemplo, las ciencias “camerales y de policía” **, y se han creado ramas completamente nuevas de la administración del Estado, tales como las corporaciones camerales, de manufacturas y de finanzas. No obstante, por muy general que pueda ser este principio creemos que vale la pena examinarlo más de cerca. Y este examen debe tener como punto de partida el hombre individual y sus fines últimos supremos.
** La cameralística comprendía originariamente los tres campos siguientes: la economía (tecnología), la ciencia de la policía (teoría de la administración y de la economía) y la cameralística propiamente dicha (economía política y hacienda). Bajo ciencia cameralista se entendía en el siglo XVIII el viejo sector de la cameralística, mientras que Regierungswirtschaft designaba la administración de los ingresos estatales que no se exaccionaban en forma de impuestos, especialmente los ingresos de los bienes patrimoniales, de los bienes estatales y de los monopolios.
II. El individuo y el fin último de su existencia
El verdadero fin del hombre —no aquel que le señalan las inclinaciones variables, sino el que le prescribe la eternamente inmutable razón— es el más elevado y proporcionado desarrollo de sus fuerzas en un todo armónico. Y para ello, la condición primordial e inexcusable es la libertad. Sin embargo, además de la libertad, el desarrollo de las fuerzas humanas exige otra condición, estrechamente relacionada, es cierto, con la de la libertad: la variedad de las situaciones. Incluso el hombre más libre y más independiente adquiere un desarrollo más limitado si su vida se desenvuelve dentro de situaciones uniformes. Cierto es que, de una parte, esta variedad de situaciones es siempre consecuencia de la libertad y que, de otra parte, existe una clase de opresión que, en vez de restringir la libertad del hombre, infunde la forma apetecida a las cosas que le rodean, para que ambos constituyan en cierto modo una unidad. Sin embargo, conviene a la claridad de las ideas no confundirlos. Un hombre solo puede actuar con una sola fuerza cada vez; mejor dicho, todo su ser se halla predestinado a proyectarse en
una sola actividad cada vez. El hombre parece hallarse condenado, por tanto, a la unilateralidad y su energía se debilita tan pronto como se reparte entre varios objetos. Sólo puede escapar a esta unilateralidad si se afana por aglutinar las fuerzas dispersas y ejercitadas, no pocas veces, aisladamente, si se esfuerza en dejar actuar en cada período de su vida la chispa ya casi extinguida, así como la que brillará en el futuro, y si tiende a multiplicar,
enlazándolas, no los objetos sobre los que actúa, sino las fuerzas con que actúa. El resultado que se obtiene enlazando el presente con el pasado y el futuro se consigue también en la sociedad mediante la agrupación de unos hombres con otros. Aun a través de todos los períodos de su vida, ningún hombre alcanza más que una de las perfecciones que forman, como si dijéramos, el carácter de todo el género humano. Por eso hay que recurrir a las agrupaciones, nacidas de la esencia misma de las cosas, para que uno puedan beneficiarse con la riqueza adquirida por los otros.
Una de estas agrupaciones destinadas a formar el carácter es, según la experiencia de todas las naciones, aun de las más toscas, la unión entre los dos sexos. Sin embargo, aunque en este caso se acusen con mayor fuerza, en cierto modo, tanto la diferencia como el anhelo de unión, ambas cosas se dan también con no menor vigor, si bien de un modo menos acusado y tal vez, precisamente por ello, con efectos más vigorosos, entre personas del mismo sexo. Estas ideas, si pudiésemos seguirlas y desarrollarlas con mayor precisión, nos conducirían tal vez a una explicación más exacta del fenómeno de las uniones que los antiguos, especialmente los griegos, incluso los legisladores, contraen y a las que se da frecuentemente el nombre poco noble de amor vulgar o el título, inexacto también, de simple amistad. El provecho de tales uniones para la formación del hombre depende siempre del grado en que se mantenga, dentro de la intimidad de la unión, la independencia de las personas unidas. Es necesaria la intimidad, para que el uno pueda ser suficientemente comprendido por el otro, pero hace falta también la independencia para que cada uno pueda asimilar lo que haya comprendido del otro en su propio ser. Y ambas cosas requieren que los individuos unidos sean fuertes y, al mismo tiempo, que sean distintos, aunque la diferencia no debe ser tan grande que no se comprendan el uno al otro, ni tan pequeña que no permita admirar lo que el otro posee y avivar el deseo de poseerlo. Esta fuerza y estas diferencias múltiples se asocian en la originalidad; por eso aquello sobre lo que descansa en último término toda la grandeza del hombre, por lo que el individuo debe luchar eternamente y lo que jamás debe perder de vista quien desee actuar sobre hombres, es la individualidad de la fuerza y de la cultura. Y esta peculiaridad, del mismo modo que es fruto de la libertad de conducta y de la variedad de situaciones del que actúa, produce, a su vez, ambas cosas. Hasta la naturaleza inanimada, que camina a pasos inmutables con arreglo a leyes eternamente fijas, se le antoja algo peculiar al hombre que se forma a sí mismo. Y es que éste se transfiere él mismo, por decirlo así, a la naturaleza, pues es absolutamente exacto que cada individuo aprecia la existencia de riqueza y de belleza a su alrededor en la medida en que éstas se albergan en su propio pecho. ¡ Piénsese, pues, cuánto más fuerte tiene que ser el efecto producido por la causa, cuando el hombre no se limita a sentir y percibir sensaciones exteriores, sino que es él mismo quien actúa !
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Texto publicado por el Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México.
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