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La democracia liberal nace como respuesta a un reto permanente al que la sociedad abierta sigue enfrentada desde hace dos siglos: ¿podemos continuar persiguiendo el colectivismo, la igualdad y la redistribución simultáneamente con la libertad, el mercado y la igualdad ante la Ley? Llevamos pensándolo desde, como poco, la Revolución Francesa, y seguimos sin respuesta. Tocqueville dio la alarma sobre la pasión, la ceguera y la irresponsabilidad con la que los demócratas perseguimos la igualdad a cualquier precio; J.S. Mill y los socialdemócratas creyeron resolver el problema confiando en que la misma redistribución de la riqueza y la extensión de la propiedad apaciguarían las presiones de más reparto; la trampa intelectual del marxismo creyó—y aún cree—que es una simple cuestión de superioridad moral de una clase social sobre otra y que todo se arreglará con la hegemonía de los pobres sobre los ricos y la eliminación de estos últimos. Pero los que creemos en el compromiso estamos, casi, en el mismo punto donde empezamos: queremos una sociedad abierta en la que nuestras vidas sean el resultado de nuestros propios planes; y a la vez, aspiramos a que la desigualdad propia de la libertad no ahogue nuestra convivencia. Pero deseamos la disminución de la desigualdad no sólo por razones prácticas, no sólo para que se mantenga el orden. Perseguimos la igualdad porque la sociedad abierta de mercado está regida también por el principio de la benevolencia. Queremos una sociedad abierta de mercado precisamente porque sabemos que es la única que tiende un cable a todos los individuos para que se agarren a él persiguiendo su propio interés. Sabemos que la democracia liberal es el mejor sistema para, independientemente de los índices Gini, eliminar la pobreza de los más pobres y defender a los que no pueden defenderse a sí mismos.
Pero si eso es así, si la democracia liberal es el arreglo menos doloroso para eliminar la pobreza, ¿por qué seguimos colectivizando la riqueza y anestesiando los esfuerzos de nuestros ciudadanos para conseguirla? En todo este tiempo hemos avanzado muy poco y hemos sido incapaces de hallar el maximin mágico de John Rawls para que todos estemos contentos, unos con lo que reciben y otros aceptando lo que pierden en la redistribución. Pero todos sabemos que hemos sobrepasado el límite. No sabemos muy bien dónde estaba la línea roja, pero somos conscientes de que la hemos sobrepasado. Nos lo dice no sólo el déficit fiscal, sino nuestro sentido común. No sabemos qué hacer, pero sabemos qué no hacer: no podemos seguir pensando que la defensa y la seguridad, tanto exteriores como internas, son una frivolidad rancia de la que se puede prescindir; no podemos seguir enseñando a la gente que su salud y atención medica no son también responsabilidad personal suya; no podemos seguir fingiendo que nos creemos la falacia de la educación como deber solamente del Estado; no podemos seguir alimentando la irresponsabilidad de los jóvenes—especialmente las mujeres jóvenes—de que es irrelevante acumular capital humano durante la adolescencia porque, más tarde, cuando quieren tener hijos (y mantener al mismo tiempo el nivel de consumo) sólo podrán vender trabajo improductivo a bajo precio mientras los abuelos se ocupan de los niños-de los pocos que nacen-; no podemos seguir creyendo que el Estado garantizará nuestros ingresos una vez jubilados, sin haber hecho un esfuerzo privado para complementarlos; no podemos caer en la trampa de pensar que la igualdad de género que promueve la izquierda resuelve los problemas entre hombres y mujeres, cuando más del 80% de los adolescentes españoles afirma conocer algún acto de violencia entre géneros en parejas de su edad, ésas que ya se han educado en la igualdad; debemos respetar la libertad sexual y aprender a convivir en el respeto con los homosexuales, pero no deberíamos apoyar ni un momento más la patraña marxista-leninista del género, que niega las diferencias biológicas entre mujeres y hombres más allá de las sexuales y afirma que el sexo es exclusivamente un constructo social, rechazando las influencias biológicas y psicológicas en la diferenciación de los roles sexuales con la siniestra intención de esconder tras la ideología de género la destrucción de la familia; en suma, no podemos seguir siendo cómplices del nuevo leninismo gransciano que, en vez de lanzar oleadas de proletarios a la bayoneta calada para tomar el Palacio de Invierno, busca capturar el poder ocupando y adormeciendo nuestras mentes.
Los enemigos de la democracia liberal vuelven a seguir los dictados de Stalin y Dimitrov en el VII Congreso del Kominter (1935) para el establecimiento de frentes populares. Esta vez, sin embargo, en vez de asaltar las factorías industriales, el objetivo para el logro del poder pasa por establecer una hegemonía ética de “la izquierda”. Y lo consiguen poco a poco. Con la lengua, con la cultura, con los valores. La falacia del “género”, la obsesión sobre la identidad, la invención de supuestos derechos, la igualdad de resultados, la desigualdad ante la ley. La democracia liberal tiene que plantarle cara a todo eso. Los que creemos en ella tenemos que luchar por mantener a la vez la libertad personal y un grado de redistribución suficiente para ayudar al que no puede ayudarse a sí mismo. Pero tenemos también que desenmascarar a los muchos enemigos que quieren convertir nuestro orden abierto y espontáneo en una granja colectiva soviética. La batalla es, por supuesto, económica. Pero también cultural y moral. Hace ahora un siglo Joseph Schumpeter (La Crisis del Estado Fiscal, 1919) identificaba precisamente el problema: “si todo el mundo acaba atrapado por las nuevas ideas sobre la propiedad privada y nuestra forma de vida, el Estado Fiscal [la Democracia Liberal] habrá alcanzado el límite y terminado su existencia.” Desde la moderación, la libertad y la benevolencia, la Democracia Liberal quiere ayudar a que esto no ocurra.
I.C. & P.F.B.
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