Sobre la Libertad – John Stuart Mill

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John Stuart Mill

PRÓLOGO de ANTONIO RODRÍGUEZ HUESCAR

El ensayo Sobre la libertad es, quizá, con El utilitarismo, la obra más divulgada de Stuart Mill. Era también la que su autor tenía en mayor estima, junto con la Lógica (“sobrevivirá, probablemente, a todas mis obras, con la posible excepción de la Lógica” —nos dice, en su Autobiografía), bien que se trate de obras de muy diferente empeño y envergadura. Aparte de los motivos sentimentales que indudablemente actuaban en esta predilección —sobre todo, el hecho de que su mujer, muerta antes que el libro viese la luz, hubiera colaborado activamente en su composición—, es lo cierto que la obrita, en sí misma, posee títulos suficientes para ocupar un lugar destacado en la producción total de Stuart Mill. Y no por su densidad y rigor sistemáticos, en el sentido escolar de la palabra, aspecto en el cual no admite parangón con las grandes obras doctrinales del autor de la lógica inductiva — la Libertad es un ensayo y está expuesto en forma popular, aunque según confesión de su autor, ninguno de sus escritos hubiese sido ”tan cuidadosamente compuesto ni tan perseverantemente corregido”—, sino por la previdente acuidad con que en ella se tocan puntos vivísimos de la sensibilidad contemporánea. El tema mismo que da nombre al libro alude a una de las grandes ideas motoras de toda la historia del hombre de Occidente, y muy especialmente de su edad moderna, idea que culmina en el siglo XIX con ese amplio enfervorizamiento que Benedetto Croce pudo llamar “la religión de la libertad”.

Claro está que decir “libertad”, sin más, es decir muy poco, precisamente porque el vocablo significa demasiadas cosas. Mill, en la primera línea de su libro, se adelanta a decirnos que no va a tratar del libre albedrío —es decir, de la libertad en sentido ético o metafísica—, sino de “la libertad social o civil”. Pero ni siquiera con esta primera restricción deja de ofrecer el término una multitud de significaciones. Y, ante todo, las determinadas por la variación de las condiciones históricas, que hace que no se parezca en casi nada, por ejemplo, la libertad del mundo antiguo —griego o romano— a lo que el hombre moderno ha entendido por tal. (Véase, sobre este punto, el lúcido examen que Ortega hace de la libertas ciceroniana en Del Imperio romano y en sus apéndices: Libertas y Vida como libertad y vida como adaptación. Véase también, del mismo Ortega, desde otro punto de vista, el sentido de la franquía feudal, origen de la moderna idea liberal, en Ideas de los castillos). Mas, ni aun limitándonos a la noción moderna de libertad cobra la expresión la univocidad deseada. Desde el último tercio del siglo XVIII, y superlativamente a lo largo del XIX, habla el hombre europeo en todos los tonos, y a propósito de todos los asuntos importantes, tanto para la vida individual como para la convivencia política, de libertad y libertades —el singular y el plural aluden ya a una diferenciación clásica—, sin que, sin embargo, estos términos, y especialmente el singular, hayan dejado de expresar ideas, o más bien ideales, diversos y esencialmente cambiantes. Ello es que en esta época la libertad vino a ser el sésamo, la palabra mágica capaz de abrir en el corazón humano las esclusas de todas las vehementes devociones, de todos los nobles enardecimientos. Por eso, no sólo habla este hombre de libertad, sino, lo que es más importante, se mueve, actúa y hasta entrega la vida cuando es menester en aras de esta fabulosa deidad. Fabulosa, en efecto, tanto por su capacidad de metamorfosis como por su sustancia ilusoria, puesto que, siempre que el hombre ha creído apresarla y poseerla ya, se ha encontrado en la situación paradójica de necesitarla y solicitarla de nuevo —y de ello nos va a ofrecer una buena muestra el libro de Mill. Entiéndase bien; con esta afirmación no pretendo en manera alguna reducir el ideal de la libertad a pura quimera, ni empañar en lo más mínimo la nobilísima ejecutoria de su eficacia histórica. No se puede pensar, por ejemplo, que la libertad, y menos aún las “libertades”, por las que los hombres de fines del XVIII y los del XIX se esforzaron y lucharon, con frecuencia heroicamente, fuesen vanos fantasmas sin contenido alguno real. Por el contrario, es un hecho que desde la Revolución francesa —y ya desde mucho antes en Inglaterra —se conquistaron, en forma de derechos, niveles de emancipación que pasaron a incorporarse a las estructuras políticas del futuro, sin distinción apenas de sus formas de gobierno. Lo que quiero señalar es que incluso tales conquistas concretas y efectivas, al dejar de ser cálida aspiración individual o colectiva, para pasar a vías de hecho, es decir, a fría legislación administrada por cualquier tipo de Estado, perdieron mucho del originario fervor con que fueron concebidas, cuando no defraudaron completamente las bellas esperanzas cifradas en su consecución, reobrando contra el vivo impulso instaurador en forma de nueva opresión.

Ya, en efecto, la mera pretensión de hacer del Estado el depositario del “sagrado tesoro” de la libertad encierra una irremediable contradicción, por cuanto el Estado, si no el Leviatán que el clarividente pesimismo de Hobbes creyó descubrir, sí es, por lo menos, el órgano natural de la coacción y, por tanto, de la antilibertad. Contra lo que se solía pensar inertemente hasta hace poco tiempo —continuando un estado de opinión del siglo pasado, que hoy vemos como un explicable espejismo—, sólo por excepción y al amparo de una constelación de circunstancias históricas especialísimas, cuya repetición puede darse por imposible, ha podido existir alguna vez, si es que en puridad ha existido, un Estado genuinamente liberal. Ello ocurrió, por ejemplo, en la Inglaterra de la época Victoriano, en la que el propio Stuart Mill alcanzó a vivir y en la que influyó con su pensamiento de teórico máximo del liberalismo. Pero esta misma doctrina suya, brotada en el medio político más favorable, viene, por otro lado, a reforzar la tesis del carácter esfumadizo y precario de la libertad, ya que su sentido no es otro, como veremos, que el de reclamar contra la nueva forma de usurpación que el Estado liberal —constitucional, democrático, representativo, intérprete y servidor de la opinión pública—, precisamente, representa, o, por lo menos, hace posible. ¿Cómo entender este aparente contrasentido?

Y aquí viene lo peculiar de la nueva perspectiva, del nuevo sesgo que la idea de libertad ofrece en Stuart Mill, y que no coincide ya con la que el Estado liberal encarnaba.

Una vez más, el centro de gravitación de la libertad se ha desplazado. En las primeras páginas de su obra nos muestra Stuart Mill un esquema de esos desplazamientos, en tres fases principales. Durante mucho tiempo, desde la antigüedad —nos dice—, se entendió por libertad “la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos”, y, en consecuencia, el remedio consistía en “asignar límites al poder”. “Para conseguirlo había dos caminos: uno, obtener el reconocimiento de ciertas inmunidades”. . ., “y otro, de fecha más reciente, que consistía en el establecimiento de frenos constitucionales”. La segunda fase se vincula a la instauración del principio democrático representativo. “Un momento hubo” en que “los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente y tuviesen un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegados revocables a voluntad”. Y entonces, naturalmente, no tuvo ya mucho sentido la limitación del poder. “Lo que era preciso en este nuevo momento del problema, era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación'”. . . “Esta manera de pensar, o quizá más bien de sentir —agrega Stuart Mill— era la nota dominante en el espíritu de la última generación del liberalismo europeo, y aún predomina según parece entre los liberales del continente”.

Mas he aquí que, convertido ya en realidad el anhelado Estado democrático, nuevamente se hace visible la necesidad de “limitar el poder del gobierno sobre los individuos, aun cuando los gobernantes respondan de un modo regular ante la comunidad, o sea ante el partido más fuerte de la comunidad”. La larga experiencia democrática realizada prudentemente por Inglaterra, y, sobre todo, la llevada a cabo con mayor pujanza e ímpetu juvenil por los Estados Unidos de América (el famoso libro de Tocqueville, La democracia en América, influyó indudablemente en estas ideas de Stuart Mill), pusieron de manifiesto que “las frases como «el gobierno de sí mismo» (self-government) y «el poder de los pueblos sobre ellos mismos» (the power of the people over themselves), no expresaban la verdad de las cosas: el pueblo que ejerce el poder no es siempre el pueblo sobre quien se ejerce, y el gobierno de sí mismo de que tanto se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el de cada uno por todos los demás. Hay más, la voluntad del pueblo significa, en el sentido práctico, la voluntad de la porción más numerosa y más activa del pueblo, la mayoría, o de los que han conseguido hacerse pasar como tal mayoría. Por consiguiente, puede el pueblo tener el deseo de oprimir a una parte del mismo”… Es decir, que el principio de la libertad, al plasmarse en formas políticas concretas, evidenciaba llevar en su seno el germen de un nuevo modo de opresión. Stuart Mill, desde la ventajosa posición que le procura el pertenecer a la comunidad británica, esto es, al país de más larga experiencia en libertades políticas de todos los del planeta, advierte el peligro y da la voz de alarma: …”hoy en la política especulativa se considera «da tiranía de la mayoría» como uno de los males contra los que debe ponerse en guardia la sociedad”. No es él, ciertamente —ni lo pretende tampoco— el primero en percibir la posibilidad de tal peligro. La misma frase suya que acabo de transcribir —y otras que aparecen en su libro, aún más terminantes— prueba que era ya una idea frecuentada por los pensadores políticos. En cualquier texto de filosofía o de historia política de la primera mitad del siglo XIX encontramos, efectivamente, constancia de la presencia de este problema. Por ejemplo, ya en 1828, en la primera lección de su Historia de la civilización en Europa, se pregunta Guizot: “En una palabra: la sociedad ¿está hecha para servir al individuo, o el individuo para servir a la sociedad? De la respuesta a esta pregunta depende inevitablemente la de saber si el destino del hombre es puramente social, si la sociedad agota y absorbe al hombre entero”. .. etcétera. Otro ejemplo, tomado igualmente al azar entre los libros que están al alcance de mi mano: en su Filosofía del Derecho, aparecida en 1831, escribía E. Lerminier: “La libertad social concierne a la vez al hombre y al ciudadano, a la individualidad y a la asociación: debe ser a la vez individual y general, no concentrarse ni en el egoísmo de las garantías particulares, ni en el poder absoluto de la voluntad colectiva; principio esencial que confirmarán las enseñanzas de la historia y las teorías de los filósofos”. Seria fácil aducir muchos más, con sólo abrir otros volúmenes. Se trataba, pues, de una cuestión comúnmente tomada en consideración. No obstante, hasta entonces, no pasaba de ser eso: un tópico de “política especulativa” —y ni siquiera en este orden puramente teórico solía ser discutida a fondo—. En Stuart Mill, en cambio —y ésta es la novedad de su punto de vista—, es mucho más que eso: es la conciencia aguda, dolorosa casi —si bien aún no del todo clara— de un gran hecho histórico que está gestándose, que comienza a irrumpir ya y a hacerse ostensible en las áreas más propicias —es decir, en las más evolucionadas en su estructura político social, como Inglaterra y Estados Unidos— del mundo occidental, y que estaba destinado a cambiar la faz de la convivencia humana, a saber: la ruptura del equilibrio entre los dos términos individuo-sociedad, polos activos de la vida histórica, en grave detrimento del primero. Ya no se trata de teorizar con principios abstractos, sobre hipotéticas situaciones, sino de abordar “prácticamente” una cuestión de hecho, una situación real de peligro, algo que se está produciendo ya. Lo que corre riesgo es, una vez más, la libertad e independencia del individuo, pero ahora en una forma más insidiosa y profunda que cuando se ventilaban solamente libertades o derechos políticos disputados al poder del Estado, Porque no es ya propiamente el Estado —su entidad jurídica o su máquina administrativa— el enemigo principal (o, si lo es el Estado —se entiende, el democrático—, lo es como intérprete de la opinión social, cuyos dictados obedece). La sociedad puede ejercer su acción opresora sobre el individuo valiéndose de los órganos coercitivos del poder político; pero, además, y al margen de ellos, “puede ejecutar y ejecuta sus propios decretos; y si los dicta malos o a propósito de cosas en las que no debiera mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que cualquier opresión legal: en efecto, si esta tiranía no tiene a su servicio frenos tan fuertes como otras, ofrece en cambio menos medios de poder escapar a su acción, pues penetra mucho más a fondo en los detalles de la vida, llegando hasta encadenar el alma”.

Todo el libro de Mill es una voz de alerta frente a este nuevo y formidable poder que inicia su marcha ascendente, frente a este peligro —la absorción del individuo por la sociedad— que. se alza como henchida nube de tormenta sobre el horizonte del mundo civilizado.

Mill intuye certeramente —y hasta cree descubrir en ello una especie de ley histórica— el signo creciente de esta absorción, y lo denuncia sin vacilaciones como el nuevo enemigo de la libertad. Ya “no basta la protección contra la tiranía del magistrado, puesto que la sociedad tiene la tendencia: 1°, de imponer sus ideas y sus costumbres como reglas de conducta a los que de ella se apartan, por otros medios que el de las penas civiles; 2°, de impedir el desenvolvimiento y, en cuanto sea posible, la formación de toda individualidad distinta; 3°, de obligar a todos los caracteres a modelarse por el suyo propio”. La cosa es grave, porque “todos los cambios que se suceden en el mundo producen el efecto de aumentar la fuerza de la sociedad y de disminuir el poder del individuo”, y la situación ha llegado a ser tal que “la sociedad actual domina plenamente la individualidad, y el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es ya el exceso, sino la falta de impulsiones y de preferencias personales”.

Cuando las libertades políticas elementales han dejado de ser cuestión, y como consecuencia de haber dejado de serlo, se levanta un nuevo poder, el de la mayoría, o, para decirlo con palabra más propia y actual, que también emplea Mili, el de la masa, que representa un peligro más hondo que el del Estado, puesto que ya no se limita a amenazar la libertad externa del individuo, sino que tiende a “encadenar su alma”, o, lo que es equivalente, a destruirlo interiormente como tal individuo. Ahora bien, “todo lo que destruye la individualidad es despotismo, désele el nombre que se quiera”.

La colectivización, la socialización del hombre —y no en el aspecto económico, naturalmente, sino en el más radical de su espiritualidad—: he ahí la sorda inminencia que rastrea Mill, y ante la que yergue su mente avizor. En haber centrado en ella el eje de su doctrina de la libertad estriba su indiscutible originalidad y lo que hace de su libro, por encima de todas las ideas parciales y ya definitivamente superadas que en él puedan aparecer, un documento todavía vivo, una saetilla mental que viene del pasado a clavarse en la carne misma de los angustiadores problemas de nuestro tiempo. Porque, no vale engañarse: la libertad sigue formando parte esencialísima de nuestro patrimonio espiritual, sigue siendo uno de los pocos principios que en el hombre de hoy aún mantiene vigente su potencia ilusionadora. No podemos, aunque queramos, renunciar a ella, so pena de renunciar a nuestro mismo ser. Como dice Mill, no hay libertad de renunciar a la libertad. Necesitamos, es cierto, una nueva fórmula de ella, porque su centro de gravedad se ha desplazado otra vez; pero por eso, justamente, nos interesa conocer las actitudes del pasado ante semejantes desplazamientos, y sobre todo aquellas que, como la de Mill, nos son tan próximas que alcanzan ya a punzar en las zonas doloridas de nuestra sensibilidad.

Leed los párrafos siguientes y juzgad si no hay en ellos un sutil presentimiento del “hecho más importante de nuestro tiempo” (es expresión de Ortega), cuyo pleno y luminoso diagnóstico, en forma de “doctrina orgánica”, no se realizó hasta el año 1930, en ese libro, impar entre los de nuestro siglo, que se llama La rebelión de las masas: “Ahora los individuos —escribe Mill— se pierden en la multitud. En política es casi una tontería decir que la opinión pública gobierna actualmente el mundo. El único poder que merece este nombre es el de las masas o el de los gobiernos que se hacen órgano de las tendencias e impulsos de las masas”… “Y lo que es hoy en día una mayor novedad es que la masa no toma sus opiniones de los altos dignatarios de la Iglesia o del Estado, de algún jefe ostensible o de algún libro. La opinión se forma por hombres poco más o menos a su altura, quienes por medio de los periódicos, se dirigen a ella o hablan en su nombre sobre la cuestión del momento”. . . “Hay un rasgo característico en la dirección actual de la opinión pública, que consiste singularmente en hacerla intolerante con toda demostración que lleve el sello de la individualidad”. . . Los hombres “carecen de gustos y deseos bastante vivos para arrastrarles a hacer nada extraordinario, y, por consiguiente, no comprenden al que tiene dotes distintas: le clasifican entre esos seres extravagantes y desordenados que están acostumbrados a despreciar”.. . “Por efecto de estas tendencias, el público está más dispuesto que en otras épocas a prescribir reglas generales de conducta y a procurar reducir a cada uno al tipo aceptado. Y este tipo, dígase o no se diga, es el de no desear nada vivamente. Su ideal en materia de carácter es no tener carácter alguno marcado”. .. “En otros tiempos, los diversos rasgos, las diversas vecindades, los diversos oficios y profesiones vivían en lo que pudiera llamarse mundos diferentes; ahora viven todos en grado mayor en el mismo. Ahora, comparativamente hablando, leen las mismas cosas, escuchan las mismas cosas, ven las mismas cosas, van a los mismos sitios, tienen sus esperanzas y sus temores puestos en los mismos objetos, tienen los mismos derechos, las mismas libertades y los mismos medios de reivindicarlas. Por grandes que sean las diferencias de posición que aún quedan, no son nada al lado de las que han desaparecido. Y la asimilación adelanta todos los días. Todos los cambios políticos del siglo la favorecen; puesto que todos tienden a elevar las clases bajas y a rebajar las clases elevadas. Toda extensión de la educación la favorece, porque la educación sujeta a los hombres a influencias comunes y da acceso a todos a la masa general de hechos y sentimientos universales. Todo progreso en los medios de comunicación la favorece, poniendo en contacto inmediato los habitantes de comarcas alejadas y manteniendo una serie rápida de cambios de residencia de una villa a otra. Todo crecimiento del comercio y de las manufacturas aumenta esta asimilación, extendiendo la fortuna y colocando los mayores objetos deseables al alcance de la generalidad: de donde resulta que el deseo de elevarse no pertenece ya exclusivamente a una clase, sino a todas. Pero una influencia más poderosa aún que todas éstas puede determinar una semejanza más general entre los hombres: esta influencia es el establecimiento completo, en este y otro países, del ascendiente de la opinión pública en el Estado”. . . “La reunión de todas estas causas forma una tan gran masa de influencias hostiles a la individualidad, que no es posible calcular cómo podrá defender ésta su terreno. Se encontrará con una dificultad cada vez más creciente”. . . Stuart Mill no preveía, por supuesto, las proporciones inundatorias que el fenómeno iba a adquirir en el siglo siguiente; no contaba tampoco con los nuevos factores de tipo político, técnico, industrial, o simplemente demográfico —para no hablar ya de la crisis acaecida en el estrato más hondo de las creencias— que debían contribuir a transformar sustancialmente su fisonomía y su virulencia en este siglo nuestro; pero, con todo, en lo esencial, su intuición y su pronóstico no pueden ser más penetrantes. Es verdad que su voz monitoria suena en nuestras oídos, habituados al estruendoso restallar de los acontecimientos históricos de nuestra centuria, con una placidez casi paradisíaca; pero hay en ella, cuando toca este tema, un leve temblor, un casi imperceptible estremecimiento y, en medio de la llaneza de su estilo, una como involuntaria solemnidad, que denuncian la subterránea conmoción propia de las graves premoniciones. Y es esa inmutación la que encuentra en nosotros inmediatamente un eco simpático. Desde el primer párrafo del libro acusamos el impacto de esa resonancia. Aun a trueque de ser prolijo en las citas, no quiero dejar de reproducir aquí ese primer párrafo, por su carácter que yo no tendría inconveniente en llamar profético, si no temiese el desmesuramiento de la expresión: “El objeto de este trabajo —comienza diciendo su autor— no es el libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo: cuestión raramente planteada y casi nunca discutida en términos generales, pero que influye profundamente sobre las controversias prácticas del siglo por su presencia latente y que, sin duda alguna, reclamará bien pronto la importancia que le corresponde como la cuestión vital del porvenir“. (El subrayado es mío.)

Stuart Mill cree que el problema tiene todavía solución, por encontrarse en su fase inicial—”solamente al principio puede combatirse con éxito contra la usurpación”—, y aquí es donde su ingenuidad y su buena fe liberal pone en nuestros labios una sonrisa benévolamente irónica. La solución, en efecto, es de una seductora simplicidad: consiste en establecer una perfecta demarcación entre las respectivas esferas de intereses del individuo y de la sociedad. Y la clave de esa demarcación, en toda su generalidad, podría resumirse así: la libertad de pensamiento o de acción en el individuo no debe tener otro límite que el perjuicio de los demás. Ahí comienza, justamente, la esfera de interés de la sociedad. En torno de este principio abre discusión Stuart Mill y despliega toda una extensa y sabrosa casuística, lo que da a su libro — como él pretende— un aire menos puramente especulativo que “práctico” y, diríamos, documental. Sin embargo, bajo esta apariencia de ágil comentario de actualidad, o entreverada con él, urde sus hilos conceptuales la sólida doctrina, que resulta ser la más depurada forma de liberalismo conocida hasta el día: de una pureza tal, que no puede por menos de resultar en varios sentidos utópica.

A primera vista, el principio de Stuart Mill nos sorprende, no sólo por su simplicidad, sino también por su extraordinaria semejanza con la vieja fórmula del siglo XVIII. He aquí, en efecto, cómo se define la libertad en el artículo IV de la celebérrima Déclaration des Droits de l’homme et du citoyen: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos; estos límites no pueden ser determinados más que por la ley”.

Tomados a la letra, y sin ulterior discernimiento, parece que el concepto de libertad en los doctrinarios de la Asamblea Nacional francesa de 1879 y en Stuart Mill coinciden plenamente. No obstante, a poco que nos representemos el blanco a que Mill apunta, nos aparecen como completamente distintos, casi, casi, como opuestos. Para los definidores de los Derechos del hombre, en efecto, se trata de la libertad del hombre abstracto, de una libertad igualitaria, racionalista, cuyo sujeto es, en rigor, un esquema: el esquema natural del hombre o el esquema social vacío de vida del ciudadano. Para Stuart Mill, por el contrario, la condición esencial de la libertad radica en la desigualdad, en la variedad, en lo diferencial del hombre; es decir, su sujeto es el individuo concreto e inintercambiable. La doctrina de Mill viene a poner en evidencia, precisamente, la incompatibilidad final de los dos postulados de la Revolución francesa: libertad e igualdad. A la larga, la nivelación, la igualación, ganando zonas cada vez más íntimas del hombre, llega a ahogar, a amustiar la flor más exquisita de la libertad: la posibilidad de ser distinto, de ser uno mismo; la expansión plena y al máximo de la individualidad.

Sobre esta idea elabora Stuart Mill lo que puede considerarse como un germen de filosofía de la historia —como tal germen, todavía asistemático e informe, pero lleno de perspicaces atisbos—. Doy a continuación, en forma casi programática, algunos de sus puntos principales.

Todo lo creador de una cultura —y singularmente de la nuestra— se debe a la acción de las fuertes individualidades o de las minorías (Stuart Mill advierte que no se debe confundir esta concepción con “el culto del héroe”. Alude, evidentemente, a Carlyle, con quien le unían lazos de amistad, pero cuyas ideas nunca compartía). Los valores de la individualidad y de la vitalidad —en el sentido humano de la palabra— se caracterizan por su oposición al automatismo y a la mecanización —formas de vida que la socialización favorece—. El desarrollo de la individualidad constituye, por tanto, el principio del ennoblecimiento humano, del enriquecimiento de la vida histórica. Entre esos valores ocupa un lugar primordial el de la originalidad, que, elevada a su más alto grado, produce el genio, producto egregio que “no puede respirar libremente más que en una atmósfera de libertad”. “Nada se ha hecho aún en el mundo sin que alguno haya tenido que ser el primero en hacerlo”. . . “Todo lo bueno que existe es fruto de la originalidad”. Frente a la uniformidad gregaria, la variedad de lo humano. La “perfección intelectual, moral, estética”, y hasta la misma felicidad, están en función del libre desenvolvimiento de esa variedad; es decir, del individuo, en cuanto tal.

Condición esencial de la verdad es la diversidad de opiniones. Nadie está en posesión de toda la verdad —y, por tanto, nadie puede pretender la infalibilidad—, y, en cambio, todos pueden aspirar a poseer una parte de ella. Esto vale tanto de los individuos como de las doctrinas y sistemas enteros. Por tanto, todo lo que sea coacción sobre una opinión cualquiera, por insignificante, o por extravagante, que parezca, es, potencialmente, un atentado a la verdad.

Hay creencias e ideas vivas e inertes. La vitalidad de una doctrina dura mientras necesita mantenerse alerta —para defenderse o para ganar terreno— frente a la masa de opinión recibida. En cuanto se convierte en opinión general o heredada, decae y se torna creencia inerte. Las creencias y opiniones, al socializarse, al convertirse en propiedad comunal y hereditaria, se vacían de contenido vital, y sólo queda de ellas la cascara, es decir, la fórmula; literalmente, se petrifican.

El imperio o despotismo de la opinión comunal, petrificada en costumbre, es el principal obstáculo al “espíritu de progreso”, cuya “única fuente infalible y permanente” es la libertad. La lucha entre estas dos fuerzas antagónicas es la clave de la historia humana, y, sobre todo, de la europea, la más progresiva de todas. Los pueblos de Oriente, y en modo eminente China, ofrecen ejemplos de la situación estacionaria a que puede llegar una civilización que ha logrado organizarse sobre el imperio de la costumbre. La creciente tendencia a la uniformidad en Europa, bajo “el régimen moderno de la opinión pública” amenaza con conducirnos también a una sinización —Europa “marcha decididamente hacia el ideal chino de hacer a todo el mundo parecido”— que entre nosotros sería fatal, ya que traicionaría el carácter más genuino de nuestra civilización, fundada justamente en la “notable diversidad de carácter y cultura” de sus “individuos, clases y naciones”.

Éstos son los puntos más vivos, menos “petrificados”, del libro de Mill. No hay espacio aquí para una exposición más amplia de ellos, ni para el sugestivo comentario a que invitan. El lector encontrará su más extenso desarrollo en los capítulos II y III, los fundamentales de la obra, y no le será difícil descubrir en ellos los motivos esenciales del interés actual de la misma. Un interés que no coincide, por descontado, con el de las varias generaciones de lectores del famoso ensayo. Ante mis ojos tengo, por ejemplo, un testimonio significativo de cómo en tiempos del propio Stuart Mill no se advirtió el alcance de las ideas que hoy nos parecen precisamente las más fecundas y penetrantes de su libro. Se trata del largo prefacio que Charles Dupont-White, tratadista francés de economía y de política, contemporáneo de Mill, puso a su traducción del libro de éste. “Un extranjero —escribe Dupont-White—., el más grande publicista de su país, acaba de abordar la cuestión teórica de mayor importancia en nuestro tiempo: la de los respectivos derechos del individuo y la sociedad. Me refiero a John Stuart Mill, y a su libro Sobre la libertad“. Ya este párrafo nos muestra que Dupont-White cree encontrarse ante una manifestación intelectual más —especialmente insigne y digna de atención, sí, por la autoridad del nombre de Mill, pero, al cabo, una más acerca de la “cuestión teórica”, es decir, del tópico de filosofía política, usual entre los pensadores de la época, de las relaciones entre individuo y sociedad; no ve en ello más que una discusión sobre “principios”. Es cierto que agrega: “de mayor importancia en nuestro tiempo”; pero esa “importancia” no trasciende tampoco, en boca de Dupont-White, del plano teórico, ni tiene nada del reprimido dramatismo que cobra en labios de Mill la expresión “cuestión vital del porvenir”. Más aún: lejos de advertir la amplitud de los puntos de vista centrales expuestos en el ensayo, juzga éstos como “una visión puramente británica del asunto”, determinada por el hecho de que el pueblo inglés tenga la suerte de poder temer ya el abuso “de lo que otros apenas tienen el uso” —se refiere a las libertades políticas—. Justamente lo que a nosotros se nos antoja hoy más profundo y decisivo en la obra de Mill, le parecía a él irrelevante: “El autor de Sobre la libertad —dice en otro lugar— tiene un vivo sentimiento del individualismo, del que yo participo por completo, pero sin inquietarme como él sobre el porvenir de este elemento inalterable”…, etc. Y ni una alusión siquiera al tema de las masas.

No vio Dupont-White, en absoluto, la inquietante perforación hacia el futuro que el libro de Stuart Mill abría, su palpación directa —aunque aún oscura— del enorme hecho histórico que se insinuaba. Pero no hay que culpar de incomprensión a ningún lector del pasado, porque seguramente sólo desde nuestros días, pertrechados con la experiencia histórica de nuestro medio siglo, y con lo que nos han revelado sobre su estructura profunda libros como el citado de Ortega —quien no sólo nos ha proporcionado conocimientos, sino que nos ha provisto de toda una óptica—, es plenamente visible el alcance de las agudas intuiciones, de las graves premoniciones con que el plácido utilitarista John Stuart Mill acertó a hacer vibrar, va a hacer ahora un siglo, su ensayo Sobre la libertad.

ANTONIO RODRÍGUEZ HUÉSCAR – 1962

DATOS BIOGRÁFICOS DE STUART MILL

John Stuart Mill nació en Londres el 2 de mayo de 1806. Era el hijo mayor de James Mill, autor de la Historia de la India Británica y pensador adicto a las doctrinas éticas de Bentham y a las económicas de Ricardo (ambos amigos suyos), circunstancia que había de ser decisiva para la formación de John Stuart. Detalla éste, en su conocida Autobiografía, el rigurosísimo método pedagógico a que lo sometió su padre desde su primera infancia. A los tres años comenzó el aprendizaje del griego, y a los siete había leído ya bastantes autores clásicos en sus textos originales; a la misma edad aprendía la aritmética y realizaba una serie de lecturas históricas y literarias; a los ocho años comienza el estudio del latín, y poco después se familiariza con los principales clásicos latinos y amplía el conocimiento de los griegos; a los diez terminaba las matemáticas elementales y se iniciaba en las superiores; a los once absorbía con fruición las ciencias experimentales —física y química—; a los doce escribe una Historia del gobierno de Roma y termina un libro en verso, continuación de la Ilíada; a esta edad comienza también sus estudios lógicos, con el Organon aristotélico y la Computatio sive Lógica, de Hobbes, sin abandonar por ello sus lecturas de los clásicos griegos y latinos ni las históricas y literarias; a los trece años le explica su padre un curso completo de economía política, basado en las ideas de Ricardo. Este férreo sistema pedagógico, unido a su extraordinaria precocidad, hicieron de él un curioso ejemplar de sabio en miniatura desde sus siete u ocho años. En 1820 fue a Francia, permaneciendo allí un año, y a su vuelta continuó sus antiguos estudios durante un par de años más. Comienza entonces en su vida un segundo período, que él llamó de “autoeducación”. Hace estudios de filosofía, economía y derecho, que pronto cristalizan en obras originales. La base de su formación filosófica fue el utilitarismo de Bentham, al que se adhirió con verdadero entusiasmo, y que después hubo de modificar con puntos de vista personales. Influyeron también en él Locke, Hume, Hartley y los pensadores de la escuela escocesa del common sense, Reid y Dugal Stewart. En 1822-1823 fundó una Sociedad Utilitaria, empleando por vez primera este término — “utilitario”—, que se incorporó al vocabulario filosófico, y animó, en unión de varios amigos, otra sociedad de oradores, en la que se debatían públicamente temas de filosofía y de política. En 1823 fue nombrado Examiner de la East India Company, cargo al que debió una desahogada posición económica durante toda su vida. Por esta época desarrolló también una intensa labor de escritor, con sus colaboraciones en la Westminster Review, fundada por Bentham. En 1826-1828 sufre una crisis espiritual, que superó con la lectura de algunos poetas —especialmente de Wordsworth— y con la frecuentación de nuevos pensadores, que imprimieron un cambio de rumbo a sus ideas. Hay que destacar, de entre estas influencias, la de los saintsimonianos, así como un escrito juvenil de Comte, con quien después mantendría estrecha relación mediante una larga correspondencia. De 1830 a 1840 continuó sus colaboraciones y trabajos, pero, sobre todo, a partir de 1834, fue absorbido por la dirección de la revista London and Westminster y por la preparación de su System of Logic, que apareció, por fin, en 1843. Desde entonces fue Stuart Mill el director indiscutido del movimiento positivista y del liberalismo radical en Inglaterra. En 1848 aparecieron sus Principios de Economía Política, que sistematizaban un ensayo anterior Sobre algunas cuestiones no resueltas en la Economía Política (1844). En 1851 contrajo matrimonio con la señora Taylor, que tanto influyó en su vida espiritual y aun en su producción intelectual, y cuya pérdida, en 1858, le causó un pesar tan profundo, que, según confesión propia, hizo de su memoria “una religión”. Compró entonces una finca cerca de Avignon, donde estaba enterrada su mujer, y allí vivió con su hijastra la mayor parte del resto de su vida, entregado a su labor intelectual, salvo un intervalo de dedicación a la política activa, como diputado en los Comunes (1865-1868). Allí murió, el 8 de mayo de 1873. Sus obras más importantes, después de la Economía Política fueron, por su orden de aparición, las siguientes: Sobre la libertad (1859), Pensamientos sobre la reforma parlamentaria (1861), Disertaciones y discusiones (1859), Consideraciones sobre el gobierno parlamentario (1861), El utilitarismo (1863), Examen de la filosofía de Sir William Hamilton (1865), Inglaterra e Irlanda (1868), La esclavitud de las mujeres (1869), Autobiografía (1873) y Tres ensayos sobre la Religión (1874).

A. R. H.

SOBRE LA LIBERTAD

El gran principio, el principio culminante, al que se dirigen todos los argumentos contenidos en estas páginas, es la importancia absoluta y esencia del desenvolvimiento humano en su riquísima diversidad.

Esfera y deberes del gobierno (WILHELM VON HUMBOLDT)


Dedico este volumen a la querida y llorada memoria de quien fue su inspiradora y autora, en parte, de lo mejor que hay en mis obras; a la memoria de la amiga y de la esposa, cuyo vehemente sentido de la verdad y de la justicia fue mi más vivo apoyo y en cuya aprobación estribaba mi principal recompensa.

Como todo lo que he escrito desde hace muchos años, esta obra es suya tanto como mía, aunque el libro, tal como hoy se presenta, no haya podido contar más que en grado insuficiente con la inestimable ventaja de ser revisado por ella, pues algunas de sus partes más importantes quedaron pendientes de un segundo y más cuidadoso examen que ya no podrán recibir.

Si yo fuera capaz de interpretar la mitad solamente de los grandes pensamientos y de los nobles sentimientos que con ella han sido enterrados, el mundo, con mediación mía, obtendría un fruto mayor que de todo lo que yo pueda escribir sin su inspiración y sin la ayuda de su cordura casi sin rival.

CAPÍTULO PRIMERO – INTRODUCCIÓN


El objeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío, que con tanto desacierto se suele oponer a la denominada —impropiamente— doctrina de la necesidad filosófica, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo: cuestión raras veces planteada y, en general, poco tratada, pero que con su presencia latente influye mucho sobre las controversias prácticas de nuestra época y que probablemente se hará reconocer en breve como el problema vital del porvenir. Lejos de ser una novedad, en cierto sentido viene dividiendo a la humanidad casi desde los tiempos más remotos; pero hoy, en la era de progreso en que acaban de entrar los grupos más civilizados de la especie humana, esta cuestión se presenta bajo formas nuevas y requiere ser tratada de modo diferente y más fundamental.

La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de las épocas históricas que nos son más familiares en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero, en aquellos tiempos, la disputa se producía entre los individuos, o determinadas clases de individuos, y el gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos. Éstos —excepto en algunas ciudades democráticas de Grecia—, aparecían en una posición necesariamente antagónica del pueblo que gobernaban. Antiguamente, por lo general, el gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu, o una casta, que hacían emanar su autoridad del derecho de conquista o de sucesión, pero en ningún caso provenía del consentimiento de los gobernados, los cuales no osaban, no deseaban quizá, discutir dicha supremacía, por muchas precauciones que se tomaran contra su ejercicio opresivo. El poder de los gobernantes era considerado como algo necesario, pero también como algo peligroso: como un arma que los gobernantes tratarían de emplear contra sus súbditos no menos que contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se encargara de contener la voracidad de las otras. Pero como el rey de los buitres no estaba menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo constante, contra su pico y sus garras. Así que los patriotas tendían a señalar límites al poder de los gobernantes: a esto se reducía lo que ellos entendían por libertad. Y lo conseguían de dos maneras: en primer lugar, por medio del reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos; su infracción por parte del gobernante suponía un quebrantamiento del deber y tal vez el riesgo a suscitar una resistencia particular o una rebelión general. Otro recurso de fecha más reciente consistió en establecer frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cuerpo cualquiera, supuesto representante de sus intereses, llegaba a ser condición necesaria para los actos más importantes del poder ejecutivo. En la mayoría de los países de Europa, los gobiernos se han visto forzados más o menos a someterse al primero de estos modos de restricción. No ocurrió lo mismo con el segundo; y llegar a él o, cuando ya se le poseía en parte, llegar a él de manera más completa, se convirtió en todos los lugares en el objeto principal de los amantes de la libertad. Y mientras la humanidad se contentó con combatir uno por uno a sus enemigos y con ser gobernada por un dueño, a condición de sentirse garantizada de un modo más o menos eficaz contra su tiranía, los deseos de los liberales no fueron más lejos. Sin embargo, llegó un momento en la marcha de las cosas humanas, en que los hombres cesaron de considerar como una necesidad de la Naturaleza el que sus gobernantes fuesen un poder independiente con intereses opuestos a los suyos. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen defensores o delegados suyos, revocables a voluntad. Pareció que sólo de esta manera la humanidad podría tener la seguridad completa de que no se abusaría jamás, en perjuicio suyo, de los poderes del gobierno. Poco a poco, esa nueva necesidad de tener gobernantes electivos y temporales llegó a ser el objeto del partido popular, donde existía tal partido, y entonces se abandonaron de una manera bastante general los esfuerzos precedentes a limitar el poder de los gobernantes. Y como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder de la elección periódica de los gobernados, hubo quien comenzó a pensar que se había concedido demasiada importancia a la idea de limitar el poder. Esto último (al parecer) había sido un recurso contra aquellos gobernantes cuyos intereses se oponían habitualmente a los intereses del pueblo. Lo que hacía falta ahora era que los gobernantes se identificasen con el pueblo; que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación. La nación no tenía necesidad ninguna de ser protegida contra su propia voluntad. No había que temer que ella misma se tiranizase. En cuanto que los gobernantes de una nación fuesen responsables ante ella de un modo eficaz y fácilmente revocables a voluntad de la nación, estaría permitido confiarles un poder, pues de tal poder ella misma podría dictar el uso que se debería hacer. Tal poder no sería más que el propio poder de la nación, concentrado, y bajo una forma cómoda de ejecución. Esta manera de pensar, o quizá mejor, de sentir, ha sido la general entre la última generación de liberales europeos y todavía prevalece entre los liberales del continente. Los que admiten límites a la actuación del gobierno (excepto en el caso de gobiernos tales que, según ellos, no deberían existir) se hacen notar como brillantes excepciones entre los pensadores políticos del continente. Un modo semejante de sentir podría prevalecer también en nuestro país, si las circunstancias que le favorecieron en un tiempo no hubieran cambiado después.

Pero, en las teorías políticas y filosóficas, lo mismo que en las personas, el éxito pone de relieve defectos y debilidades que el fracaso hubiera ocultado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su propio poder, podría parecer axiomática si el gobierno popular fuera una cosa solamente soñada o leída como existente en la historia de alguna época lejana. Esta idea no se ha visto turbada necesariamente por aberraciones temporales semejantes a las de la Revolución francesa, cuyas piras fueron la obra de una minoría usurpadora, y que en todo caso no tuvieron nada que ver con la acción permanente de las instituciones populares, sino que se debieron sobre todo a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Sin embargo, llegó un tiempo en que la República democrática vino a ocupar la mayor parte de la superficie terrestre, haciéndose notar como uno de los más poderosos miembros de la comunidad de las naciones. A partir de entonces, el gobierno electivo y responsable se convirtió en el objeto de esas observaciones y críticas que siempre se dirigen a todo gran acontecimiento. Y se llegó a pensar que frases como “el poder sobre sí mismo” y “el poder de los pueblos sobre sí mismos” no expresaban el verdadero estado de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el gobierno de sí mismo, de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino de cada uno por los demás. La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder. Por esto es siempre importante conseguir una limitación del poder del gobierno sobre los individuos, incluso cuando los gobernantes son responsables de un modo regular ante la comunidad, es decir, ante la parte más fuerte de la comunidad. Esta manera de juzgar las cosas se ha hecho admitir sin casi dificultades, pues se recomienda igualmente a la inteligencia de los pensadores que a las inclinaciones de las clases importantes de la sociedad europea, hacia cuyos intereses reales o supuestos la democracia se muestra hostil. La tiranía de la mayoría se incluye ya dentro de las especulaciones políticas como uno de esos males contra los que la sociedad debe mantenerse en guardia.
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